Los crímenes de Laura:
Una remota posibilidad
Nivel de violencia: Bajo
Aviso a navegantes: La
serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia explícita.
Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar desagradable a
los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso con el nivel de
violencia que contienen:
-Nivel de violencia
bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un
relato cualquiera.
-Nivel de violencia
moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.
-Nivel de violencia
extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explícita, sólo apto
para gente con buen estómago.
Cuando la detective Laura Lupo abrió los ojos aquella mañana,
se sintió más desconcertada al encontrarse en su propia habitación, de lo que
se abría sentido si se hubiera despertado en cualquier otro lugar. Por un fugaz
momento, su corazón se contrajo, anhelando que los últimos años hubieran sido
sólo un mal sueño, una pesadilla de la que por fin había conseguido despertar.
Pero cuando se volvió con el deseo esperanzado brillando en sus ojos, descubrió
consternada que nada había cambiado, pues entre las mantas revueltas no había
nadie más que ella. Y ese, era el motivo de que ya nunca durmiera en aquella
cama, ni se enredara entre las sábanas en las que una vez amó, no lo hacía
porque era incapaz de soportar el vacío que en aquella habitación anidaba.
Laura recordó los acontecimientos de la noche anterior,
cuando había caído, agotada, en un sueño intranquilo y turbulento en el sofá.
Recordó haberse despertado angustiada, perseguida y acorralada, de una pesadilla
repleta de huevos de pascua. Después se había metido en la cama, con la esperanza
de que él la velara. Pero él no la había velado, porque no estaba. Laura
intentó librarse de aquellos pensamientos, pues comprendió que no la beneficiaban
en nada, y decidió que si quería levantarse, debía hacerlo antes de caer rendida
ante su propia melancolía.
Extendió el brazo, palpando a ciegas, con la mano, la
superficie de la mesilla de noche, en busca de un cigarro. Suspiró molesta al
no encontrarlo y se puso en pie de un brinco, disfrutando de la sensación poco
habitual de ausencia de resaca. Sin arropar su cuerpo con nada que la cubriera,
se dirigió al cuarto de aseo con la intención de lavarse la cara. Le esperaba
un largo y duro día por delante, pues tenía bien poco a lo que aferrarse en el
caso en el que estaba trabajando; durante los últimos dos días no había hecho
más que dar palos de ciego, no tenía prácticamente nada, y las cosas amenazaban
con ponerse cada vez peor. Y el asesino de mujeres, que después las empaquetaba
y las enviaba, seguía suelto y en paradero desconocido, sin que ninguna pista
la acercara a su captura.
Laura se miró en el espejo mientras se lavaba el rostro con
abundante agua. El pelo rubio, que había ido oscureciéndose con el paso de los
años, le caía, demasiado largo para su gusto, justo por debajo de los hombros,
enmarcando su anguloso rostro entre delicados mechones ambarinos y tostados.
Los ojos azules, antaño brillantes y vivarachos, seguían grandes y curiosos,
como siempre, pero muchas veces ya no se reconocía en ellos. Sin embargo la
nariz, esa no había cambiado, larga, fina y engarfada, vigilando, siempre
atenta, sobre sus delgados labios. Sin dejar de mirarse, cepillo en mano, se
peinó, recogiéndose la melena en una alta coleta, mucho más cómoda que suelta.
Quince minutos más tarde, aparcó su sedan frente a la
comisaría y se apeó, encendiendo un nuevo cigarrillo. Durante un instante dudó
si dirigirse directamente al interior del edificio, pero finalmente optó por
entrar en la cafetería enfrentada a las dependencias policiales y tomar su
habitual desayuno. El camarero ni siquiera preguntó, y nada más verla entrar
por la puerta preparó el café solo y el chupito de ginebra. Laura no saludó a
ninguno de los compañeros que llenaban el bareto, y prácticamente ni siquiera
les dirigió una mirada, simplemente se bebió de un trago tanto el café como el
licor, y se marchó, dejando el dinero sobre la barra. Cuando entró en la
comisaría fue directa hacia la mesa del subinspector García, con la esperanza
de que el turno de noche le hubiera cundido para averiguar algo, pero la
encontró tal cual la había dejado la tarde anterior al marcharse, incluso con
la nota que había escrito para su compañero, intacta.
Palpó en los bolsillos del pantalón en busca del teléfono
móvil, pero no lo encontró, buscó también en la americana, aunque tampoco
estaba, así que se acercó a su mesa y marcó el número del subinspector desde el
teléfono fijo mientras maldecía su suerte. La gran sala principal de la UDEV,
que compartían como despacho casi todos los agentes, parecía una redacción en
día de pocas noticias, ya que casi todas las mesas alineadas en ordenadas
hileras, estaban vacías. Los policías que habían hecho el turno de noche, ya
estaban en el bar, celebrando el final de la jornada, junto a los compañeros de
día, que aún no habían entrado. Los agentes de guardia más rápidos ya estaban
rumbo a sus casas, y alguno de los regulares seguro que aún no había llegado,
pero en aquella comisaría de la Policía Nacional, dedicada casi en exclusiva a
los delitos especiales y violentos, había bastante flexibilidad en cuanto a los
horarios, lo que importaba era los resultados.
-¿Diga? -contestó al teléfono el subinspector García.
-¿Dónde estás? ¿No has estado en la comisaría en toda la
noche?
-Buenos días a ti también, preciosa –contestó Germán
riendo-. Pues no, no he estado ahí en toda la noche. Me llamó el comisario y me
dijo que me buscaría a alguien para cubrirme las guardias, que me incorporara de
mañana. Al parecer el tema del asesino de la maleta le tiene preocupado.
-¿Entonces vas a venir o qué?
-Ahora mismo estoy allí, estoy desayunando enfrente, te he
visto entrar y salir como una bala. Dame un minuto.
Laura colgó el auricular. “El asesino de la maleta”, así que
ya lo habían bautizado. No era un mal nombre, seguro que a la prensa le encantaría
en cuanto se enteraran. Afortunadamente habían conseguido evitar que los
carroñeros de los tabloides metieran sus narices en el caso, por el momento,
pero sólo era cuestión de tempo que alguien se fuera de la lengua, y más si el
mediático juez Alonso estaba de por medio.
No había pasado ni el minuto concedido, cuando el
subinspector García apareció por la puerta, interrumpiendo las cábalas de Laura.
El subinspector tenía en pocos minutos una cita con el comisario para ponerle
al corriente de todos los detalles, así que fue breve. Según explicó, por fin
habían conseguido localizar a la familia de Bianca Baeza, la primera víctima. La
madre estaba enferma y era demasiado mayor, por lo que no podía acudir a
reconocer el cadáver, mientras que el padre, estaba en paradero desconocido,
así que sería la hermana la que acudiría a las dependencias policiales para
confirmar que efectivamente, la muchacha que yacía sobre la fría mesa de la morgue,
era Bianca Baeza.
-De hecho, Laura, según me han informado, fue citada a
primera hora de la mañana, así que con un poco de suerte estará al caer. No
estaría de más que la acompañaras durante el mal trago y que intentes averiguar
si sabe algo. No parece probable, porque creo que ni siquiera viven en la
ciudad, pero no dejemos cabos sueltos.
-Entonces, ¿aún no sabemos nada de nuestra nueva chica?
-Yo no sé nada. Si quieres ve a ver a Dédalos, puede que
haya averiguado algo más, aunque lo dudo. ¿Esto qué es? -preguntó el subinspector
al llegar a su mesa y descubrir la nota que Laura le había dejado la noche
anterior.
-Lo poco que averigüé ayer –contestó ella-. O sea,
prácticamente nada. Que las maletas en las que aparecen las jóvenes no son
rastreables, ya que se venden en grandes superficies, y al parecer fueron
compradas hace tiempo, por lo que no podemos averiguar quién lo hizo. Y que
según el doctor Dédalos, hay algunas diferencias entre las dos victimas. La
primera chica, al parecer fue violada por un hombre, mientras que ésta, tuvo
relaciones consentidas antes de morir, pero con una mujer.
-¿Con una mujer? Vaya.
-Sí, con una mujer. Además, no presenta golpes, contusiones,
ni ningún otro tipo de signos de tortura, excepto… Excepto el corte en el
cuello. La primera chica tenía un corte limpio, mientras que nuestra nueva
chica presenta una serie de cortes irregulares, algunos más profundos que otros,
y hechos por mano inexperta.
-Cuanto menos curioso. No tengo ni idea de a dónde nos
llevará todo esto, pero te aseguro que no me gusta nada. ¿Algo más?
-Pues sí, hay algo, aunque no puedo probar nada, de momento...
-¿Qué?
-El juez Alonso sabe algo, está pringado.
-No vayas por ahí Laura, mejor no tocarle las narices a
nuestro amigo Alonso, sabes que meterse con los jueces siempre trae problemas.
-Está metido en esto, lo sé.
-Más te vale estar bien segura y tener pruebas contundentes
antes de hacer nada, porque si te equivocas…
-No haré nada hasta no estar completamente segura, no te
preocupes por eso.
-Eso espero Laura, por tu bien, y por el mío.
Laura soltó un bufido y se volvió sin mediar palabra,
marchándose en dirección a las escaleras que conducían a la morgue. Germán
suspiró, siendo consciente del aprieto en el que podían meterse ambos, si
comenzaban a poner en apuros a los miembros de la judicatura. Pero también dándose
cuenta, de que si la detective Laura Lupo decía que el juez Alonso estaba en el
ajo, era más que probable que lo estuviera.
Laura bajó las escaleras que conducían al depósito, y
atravesó las puertas batientes que separaban el pequeño vestíbulo de la sala de
autopsias. La doctora Krasnova, levantó la vista de los papeles que leía
sentada tras el escritorio y sonrió al ver Laura.
-Querida, si quieres que repitamos lo de la otra noche vas a
tener que darme algo más de tiempo, ya no tengo veinte años.
-Se te ve mejor que ayer, ¿esta noche sí has dormido?
-Caí como un tronco nada más llegar a mi casa… Y pensar que
no hace tanto hacía eso todos los días. Tú también haces buena cara
-Yo también he dormido hoy toda la noche, y eso sí que es
raro. Entre tú y aquel tío me dejasteis destrozada.
-¿Entonces qué? ¿Repetimos? –dijo riendo la doctora.
-Por el momento vamos a dejarlo así, tal vez más adelante
–respondió Laura con complicidad-. Venga, basta de cháchara. Tienes algo para
mí. ¿Alguna novedad?
-Pues la verdad es que de tus chicas aún no sabemos nada
más. De todas formas, está a punto de llegar un familiar de la primera víctima
para identificarla… Mira, ya debe haber llegado –dijo la doctora descolgando el
teléfono que había comenzado a sonar insistentemente-. Departamento forense,
dígame. –Una pausa-. Sí, sí, que un agente la acompañe… No, no, que espere
arriba, ahora sube la detective Lupo a por ella –rectificó Karen ante las
persistentes señas de Laura.
Cuando la doctora Krasnova colgó el auricular, Laura ya
había salido de la morgue y subía las escaleras saltando los peldaños de dos en
dos. Una bella joven pelirroja, con gran parecido a la chica que yacía en el
depósito, esperaba de pie en la entrada de la comisaría, junto a la mesa de
recepción.
-Buenos días, soy la detective Lupo –se presentó a la
desconocida-. ¿Usted debe ser…?
-Es la señora Baeza –dijo el agente que la había atendido.
Después, girándose hacia la joven, continuó-: La detective Lupo la acompañará
abajo.
-Venga conmigo por favor –dijo Laura-. Ante todo, quisiera
acompañarla en el sentimiento.
-Por favor, ¿podría ver ya a mi hermana? –preguntó la joven,
con los ojos enrojecidos y visibles muestras de cansancio-. ¿Es posible que no
sea ella?
-Es posible, es posible… No tendremos la certeza absoluta
hasta que usted nos lo confirme, pero me temo que debería hacerse a la idea.
Por aquí, por favor.
La joven suspiró e intentó contener las lágrimas sin
demasiado éxito mientras seguía a Laura escaleras abajo.
-Espere aquí un momento –dijo mientras señalaba un pequeño sofá juntó al ascensor que descendía hasta el semisótano-. Enseguida le aviso.
Laura entró de nuevo en el depósito de cadáveres y se acercó
a la doctora Krasnova.
-¿Está todo listo? ¿Le digo que pase?
La forense asintió, y Laura hizo pasar a la joven pelirroja.
La doctora las guió a ambas hasta la cámara frigorífica en la que descansaba el
cuerpo de la muchacha asesinada, y tras abrir la portezuela metálica, extrajo
la camilla cubierta por una sábana.
-¿Está usted preparada? –preguntó la forense-. Esto puede
ser una experiencia muy dura.
-Sí, por favor, quiero acabar con esto cuanto antes.
No hizo falta que nadie dijera nada. En cuanto Karen retiró
la sábana que cubría el cuerpo del cadáver, dejando al descubierto la amoratada
cara de la primera víctima, la muchacha comenzó a llorar desconsoladamente. La
forense volvió a cubrir el cadáver e introdujo la camilla en la cámara.
Laura acompañó a la apesadumbrada muchacha por las escaleras
hasta la planta baja y la condujo a su mesa. Le ofreció un vaso de agua fresca
y le concedió unos minutos para que se tranquilizara.
-¿Quién… quién le ha hecho esto a mi hermana? –preguntó
finalmente.
-No lo sabemos, todavía. Esperamos que usted pueda ayudarnos
a encontrarle.
-Dudo que pueda ser de mucha ayuda. Mi hermana y yo casi no
teníamos relación, y ahora… ahora…. Se vino a vivir a esta ciudad hace ocho
años, y desde entonces nos hemos visto en contadas ocasiones, en navidades, o
alguna celebración importante, para la que mereciera la pena desplazarse en
avión… También ha venido a vernos en vacaciones, alguna vez, pero manteníamos
muy poco contacto.
-¿No hablaba con ella por teléfono, por carta, correo
electrónico, no sé…?
-La verdad es que hablábamos muy poco. De vez en cuando me
llamaba, o lo hacía yo, cuando me acordaba, pero generalmente era para
felicitarnos cumpleaños, el mío, el suyo, el de mis hijos… Con mi madre sí
solía hablar más, ya sabe cómo son las madres…
-¿Sabe de alguien que pudiera querer hacerle daño?
-No, no… No creo que tuviera problemas con nadie, siempre
fue muy extrovertida y con un gran corazón, aunque no puedo asegurarlo.
-¿Sabe si tenía pareja, si se veía con alguien?
-No lo sé. Hace como dos o tres años vino a casa en verano
con un chico con el que parecía ir en serio, pero creo que la cosa no funcionó,
aparte de eso, no sé nada más.
-Muy bien, eso es todo por el momento. Tenga mi tarjeta, si
se le ocurre algo que pueda sernos de ayuda, llámeme. Cualquier cosa, hable con
su madre, a ver si había cambiado su comportamiento, si estaba preocupada o
alterada por algo últimamente, lo que sea.
-¿Cuándo podré llevarme a mi hermana?
-Aún no. El cuerpo deberá permanecer aquí unos días más. Aún
puede ayudarnos a esclarecer esto, pero en cuanto sea posible les avisaremos.
-¿Atraparán al que le ha hecho esto a mi hermana?
-Haremos todo lo que esté en nuestra mano.
Cuando la joven desconsolada se marchó, Laura contactó con
la fiscalía para tratar de conseguir los expedientes de los casos, en los que
había trabajado el antiguo fiscal Pablo Perea, con la esperanza de poder
encontrar algún indicio en los documentos que la condujeran a algo con sentido.
Tuvo que pelear y amenazar a varios escalafones del ministerio fiscal, hasta
que finalmente, uno de los responsables de la fiscalía accedió a permitirle consultar
los expedientes de las causas, pero sólo en el archivo de los juzgados, y
siempre ante la atenta mirada de un funcionario. Había esperado algo más de
colaboración por parte de la fiscalía, pero sin una orden judicial no obtendría
nada más. Y una orden judicial sería complicada de conseguir. Era mejor que
nada, así que se conformó con aquella pequeña victoria.
Laura revisó por segunda vez los archivos que le había
remitido el juez Alonso, buscando aquellos en los que la representación del
ministerio fiscal había corrido a cuenta de Pablo Perea, intentando encontrar
alguna conexión entre los dos hombres. Durante los primeros años de ejercicio
del juez en un pequeño juzgado provincial, habían coincidido en más de una
ocasión, dado que el señor Perea estaba destinado en aquel distrito fiscal. En
el año setenta y nueve, el juez había sido nombrado titular del primer juzgado
de lo penal, siendo transferido poco tiempo después a la ciudad. No fue hasta
la década de los noventa que sus caminos volvían a cruzarse en los juzgados
nacionales, cuando ambos habían medrado en su carrera siendo Alonso un
importante miembro de la judicatura y Perea un reputado fiscal.
Pero ninguno de los casos en los que ambos figuraban parecía
tener ninguna relación con los sucesos que investigaba. Ni los anteriores a los
ochenta, en aquel pequeño juzgado provincial, ni en los noventa, en la gran
ciudad. Arrancó una hoja de un bloc y apuntó, sólo por si acaso, el número de
expediente de todas las causas en que ambos habían coincidido.
Algo frustrada abandonó la comisaría y se montó en su sedan
oscuro, con la intención de acabar cuanto antes con la revisión de los
expedientes fiscales. Necesitaba encontrar una relación entre el juez Alonso y Pablo
Perea, y se temía que los archivos que le quedaban por revisar serían al menos
tan inútiles como los que ya había estudiado. Encendió el tercer cigarrillo del
día, y sonrió al descubrir su teléfono móvil en el asiento del acompañante,
donde lo abandonó despreocupadamente.
El archivo judicial se encontraba situado en un gran
edificio gris, sede de los antiguos juzgados. Hacía varios años, en plena
bonanza económica, el ayuntamiento se había embarcado en un costoso proyecto
para mejorar la imagen de la ciudad, levantando de la nada nuevos y lujosos
edificios públicos, entre ellos, los nuevos juzgados. Cuando se inauguraron
estos juzgados, el incidente fue la comidilla de la prensa local durante
algunas semanas, pues el brillante arquitecto no había contado con dejar
espacio para los archivos, al considerar que todo estaría informatizado. Pero
la justicia es lenta, y nadie se había tomado la molestia de pasar a formato
electrónico, los miles de expedientes que ahora se pudrían en aquel antiguo edificio
desierto.
Detuvo su vehículo a las puertas de los antiguos juzgados, y
comprobó con satisfacción al solitario vigilante jurado que montaba guardia en
la entrada. Con un poco de suerte ya le habrían informado de su llegada, y no
la harían esperar. Y tal vez, con un poco más de suerte, no habrían enviado aún
a ningún funcionario judicial para vigilar su inspección, y podría tener algo
de margen de maniobra. Afortunadamente el guarda sí estaba sobre aviso, aunque
le informó de que su escolta funcionarial ya había llegado, y la esperaba en
los archivos.
Laura atravesó el inmenso vestíbulo escuchando el eco de sus
pisadas sobre el suelo marmóreo, hasta llegar frente al ascensor. Se sentía
extraña interrumpiendo la paz y el silencio de aquella inmensa sala vacía, como
si fuera una intrusa en un lugar en el que no debiera estar. Apretó al llamador
del ascensor con cautela, casi como si esperara que se negara a moverse. Pero
la puerta metálica se abrió con un sonoro pitido que volvió, de nuevo, a turbar
el tenaz silencio.
Cuando llegó al lugar, siguiendo las indicaciones recibidas
del guarda jurado, comprobó que efectivamente, allí la esperaba, sentado en una
silla de oficina y leyendo la prensa, el funcionario enviado por el ministerio.
-Soy la detective Lupo, de la UDEV –se presentó al hombre.
-Ahí tienes los archivos –contestó el funcionario sin
levantar la vista del periódico-. Son todos tuyos. Espero que encuentres lo que
buscas.
Laura estudió con detenimiento al hombre que no parecía
tener ninguna intención de colaborar con ella. Debía rondar la treintena, lucía
una media melena oscura y una barba diligentemente recortada para dar un
aspecto deliberadamente descuidado. Al verlo sentado tras el periódico abierto
fue incapaz de percibir mucho más; pero los impecables zapatos negros, así como
el elegante pantalón y la camisa a rayas perfectamente planchada, producían una
grata primera impresión.
-Podrías echarme un cable, aquí debe de haber miles de
archivos. No tengo ni idea de por dónde empezar…
-No estoy aquí para ayudarte, sino para vigilarte –contestó
él, bajando el periódico y clavando sus penetrantes ojos grises en los de Laura.
-¿Por favor? –dijo ella, mostrando una amplia sonrisa.
Necesitaba la ayuda del funcionario, y sabía ser encantadora cuando la
situación lo requería.
-Está bien –suspiró él-. ¿Qué buscas?
-Necesito los expedientes de los casos relacionados con el fiscal
Pablo Perea.
-¿Qué año?
-Pues si no recuerdo mal, empezó a ejercer como fiscal a
finales de los cincuenta.
-¿Pero aquí, en la ciudad?
-No, aquí fue trasladado sobre el año noventa.
-En este archivo solamente encontrarás los expedientes de
las causas tramitados en estos juzgados. Los anteriores deberás buscarlos donde
los tengan.
-Si, ya lo supongo, pero lo más probable es que el caso que
investigo no se remonte muchos años… El señor Perea se jubiló en el año dos
mil, por lo que necesito revisar esa década. Si la relación es posterior, me
temo que deberé recurrir a mis artes de seducción en otro lugar.
-Soy Ulises –se presentó, levantándose por fin de la butaca
y tendiéndole la mano.
-Detective Lupo… Pero puedes llamarme Laura.
Durante varias horas, se dedicaron a recorrer el archivo,
buscando todos los expedientes relacionados con Pablo Perea, intentando
descifrar el complejo código de registro empleado por los funcionarios
judiciales. Afortunadamente, Ulises tenía experiencia en la arqueología
judicial, con lo que la tarea fue bastante más sencilla que si ella hubiera
tenido que hacerlo sola.
Tanto Laura como Ulises, aprovechaban cada intercambio de
papeles para rozar sus manos, cada desplazamiento por los estrechos corredores
repletos de archivos para apretar sus cuerpos y cada inspección de documentos
para acercar sus rostros. En una ocasión, cuando sus labios quedaron a tan sólo
unos centímetros, él se lanzó a besarla. Ella, que no fue tomada por sorpresa,
respondió al beso, pero se apartó a los pocos segundos, y mordiéndose el labio,
fingiendo azoramiento, le dijo que necesitaba todos los archivos, que no tenía
tiempo que perder.
Tal fue el grado de confianza, que incluso Ulises compartió
con Laura el sándwich que traía para comer, por si la cosa se alargaba.
Comieron sentados en la única mesa de la sala, riendo y bromeando como si
fueran amigos de la infancia.
Finalmente todos los dosieres fueron localizados, extraídos
y ordenados cronológicamente sobre la mesa. Ya sólo quedaba el trabajo de
revisión de los casos, algo en lo que Ulises no podía ser de gran ayuda. Así
que Laura decidió tomarse un pequeño respiro y ver de qué forma podía obtener
algo más de asistencia del apuesto funcionario de la fiscalía.
-¿Haces natación? –preguntó, tendiendo la trampa, mientras
rodeaba al hombre y acariciaba sus anchos hombros de deportista.
-Waterpolo –respondió él, consciente de lo que pretendía
Laura, y dispuesto a seguirle el juego.
-Me gustan los deportistas. –Le abrazó desde detrás y
acarició con las uñas los marcados abdominales de Ulises.
-A mí me ponen mucho las policías. Siempre he fantaseado con
que me esposaran a la cama…
-Pues estás de suerte, porque resulta que yo soy policía.
–Con un movimiento rápido, brusco e inesperado, Laura agarró con fuerza los
brazos del descolocado funcionario y los inmovilizó en su espalda.
-¿Qué haces? –protestó-. Me estás haciendo daño.
-¿No has dicho que te ponen las policías? Pues ahora vas a
ver lo que es hacértelo con una. Además, yo tengo unas esposas.
Todo había empezado como un juego con la intención de
obtener la cooperación de aquel hombre, pero ahora estaba empezando a excitarse,
y necesitaba un desahogo. Golpeó con suavidad pero con firmeza la parte
posterior de las rodillas de Ulises, obligando a sus piernas a doblarse y
haciéndole caer. Con la pericia que da la experiencia, sacó las metálicas
esposas reglamentarias y ató con ellas los brazos de él a su espalda.
-¡Para! ¡Suéltame! –gritó.
Laura empujó al hombre para hacerlo rodar sobre sí mismo,
dejándole tendido de espaldas, sobre sus manos esposadas, y se montó a
horcajadas sobre sus piernas, acercando los finos labios a su oreja.
-¿Seguro que quieres que te suelte? –susurró con lascivia-.
Te soltaré si así lo quieres; pero entonces tal vez no puedas disfrutar de
esto…
Laura alzó el torso, quedando arrodillada en el suelo, con
las piernas de Ulises entre las suyas, y comenzó a desabrochar lentamente los
botones de su camisa, de arriba abajo, permitiendo a sus redondeados senos
aparecer bajo la tela. El hombre no volvió a protestar, absorto como estaba en
la sensual forma de desvestirse de su acompañante. Había decidido que si el
premio era la detective, las molestias de las esposas eran mínimas. Además,
aquel juego podía ser divertido, y cumpliría su fantasía con creces. Laura pasó
las manos por su espalda, y de un solo movimiento certero desabrochó el
sujetador. Lo sacó por las mangas de la camisa mientras el funcionario la
miraba tumbado de espaldas, apoyado sobre sus manos esposadas.
Cuando sus firmes y delicados senos quedaron totalmente
libres, pasó las manos por detrás de la cabeza de Ulises, atrayéndola hacia sí,
mientras inclinaba su torso hacia delante. Él entendió perfectamente lo que
ella deseaba, y comenzó a succionar los pechos de la mujer con suavidad,
repasando los pequeños pezones con la punta de la lengua. Laura suspiró,
sintiendo como la excitación crecía en su interior. El hombre parecía haber
claudicado por completo y no sólo no protestaba, sino que se aplicaba a su tarea
con pasión, lamiendo y mordisqueando lujuriosamente.
Cuando Laura decidió que ya era suficiente, se apartó de los
húmedos labios de Ulises y, de forma pausada, desabrochó el botón de los
pantalones de él. El hombre suspiró consciente de lo que se avecinaba cuando
sintió las manos ajenas acariciar su abultado miembro sobre la ropa.
-¿Dónde tienes la cartera? –preguntó Laura en un susurro.
-¿Qué? –respondió, totalmente desconcertado, Ulises.
-La cartera, que dónde la tienes.
-¿Mi cartera? ¿Y para qué quieres mi cartera?
-Condones. Supongo que llevarás condones, ¿no? Los tíos
lleváis condones en la cartera, por si existe una remota posibilidad de que una
policía os espose en los archivos de un viejo juzgado y pretenda bajaros los
pantalones. Pues ha pasado.
-Eh… Sí, llevo condones… En la cartera. –A Ulises parecía
costarle seguir esa línea de pensamiento en aquel momento.
-Pues eso, la cartera. Que dónde está.
-Ah –dijo con ojos iluminados por la revelación-. En el
bolsillo de atrás de mi pantalón, pero no llego contigo encima y así esposado.
Suéltame.
-Eso ni lo sueñes –rió Laura mientras intentaba alcanzar la
cartera del hombre, aprovechando para palpar el firme trasero. Cuando
finalmente la rescató, buscó en su interior, ignorando tarjetas y billetes,
hasta que encontró un preservativo-. Cómo sois de predecibles.
Lanzó la cartera a un lado sin miramientos, y se levantó,
liberando las piernas de Ulises de su cautiverio. El hombre, que seguía
esposado, intentó levantarse, pero ella se lo impidió apoyando la puntera del
pie en su pecho. Él entendió la orden, y decidió permanecer quieto. Cuando
estuvo segura de que no se movería, Laura se giró y empezó a bajar sus
vaqueros, deslizando con suavidad las manos por sus caderas, y agachándose
ligeramente, permitiendo que su amante pudiera contemplar las nalgas que no iba
a permitirle tocar.
Ulises permanecía en silencio, con las manos a la espalda,
recorriendo con la mirada el fino hilillo del tanga que se introducía entre
ambos carrillos, y deleitándose con el insinuante meneo de caderas que Laura le
dedicó mientras se bajaba, también, la prenda íntima.
Cuando ella se dio la vuelta, encarándose de nuevo con él y
permitiéndole acceder con la vista a su rasurado monte de Venus, su mirada se
centró de forma inmediata en los carnosos labios mayores que sobresalían levemente
de su entrepierna. Laura caminó hacia él, y abriendo ligeramente las piernas se
situó con un pie a cada lado de su torso. Agachándose ligeramente rodeó su
cabeza con las manos y lo atrajo hacia ella.
-Sé bueno y chupa –dijo.
Dicho y hecho. En aquella incómoda postura, intentó
incorporase todo lo que pudo, con la ayuda de las manos de ella, y comenzó a
lamer aquellas partes que conseguía alcanzar con la lengua. Laura no cesaba de
gemir mientras el hombre recorría su lubricada entrepierna, intentando en cada
pasada llegar un poco más allá. Poco a poco fue apretando más la cabeza de él
contra sí, mientras entreabría cada vez más las piernas, permitiendo que la
lengua del hombre penetrara con mayor profundidad en su interior.
Repentinamente, dejando al hombre con la lengua fuera y los
labios entreabiertos, se apartó de aquel intenso placer, reservándose para el
siguiente. El pantalón de Ulises ya estaba desabrochado, por lo que no le costó
demasiado bajárselo hasta los tobillos. Él colaboró en la medida de lo posible,
moviéndose ligeramente de un lado a otro para facilitarle la tarea, también
cuando le bajó los calzones. El miembro lucía henchido y orgulloso, apuntando
al cielo. Laura lo contempló con ojo crítico, no era excesivamente grande, pero
en aquel momento bastaría para satisfacerla.
Se arrodilló junto al hombre inmovilizado y recogió el
preservativo que había quedado a un lado, a la espera de aquel momento. Abrió
con delicadeza el pequeño envoltorio y extrajo la goma enrollada sobre sí
misma. Antes de extenderla sobre el abultado falo, acarició el glande
suavemente con las uñas, obteniendo como recompensa un estremecimiento jadeante
del funcionario. Él contempló con el corazón extasiado como aplicaba el condón
sobre la punta de la polla y lo hacía bajar delicadamente. Cuando por fin
estuvo en posición, la miró expectante. Ella sonrió, depositó un beso en sus
labios y se levantó. Pasó una pierna sobre su pecho, y comenzó a agacharse de
nuevo, hasta que la verga quedó a la altura de su húmeda concha.
Manteniéndose en precario equilibrio, cogió la polla con la
mano, y comenzó a restregarla entre sus labios vaginales, proporcionándose un
ligero masaje, mientras lubricaba el preservativo con los flujos que de ella
emanaban. Él suspiró al sentir aquellas caricias lujuriosas sobre el bálano,
esperando el inevitable desenlace. Y éste llegó sólo cuando Laura empezó a
sentirse incómoda en la extraña pose en la que se encontraba. Soltó el miembro al
arrodillarse, sólo para volver a cogerlo, ya con ambos sexos centrados, y
comenzó a introducírselo. Cuando estuvo totalmente dentro, apoyó sus manos en
el suelo, y comenzó un lento vaivén de cadera, haciendo que la tiesa verga
entrara y saliera de sus entrañas rítmicamente.
Ella controlaba el movimiento, el tiempo y la intensidad, él
sólo podía disfrutar, incapaz de participar de forma activa en la relación, y
vaya si estaba disfrutando. Los movimientos de Laura fueron acelerándose
conforme los suspiros se incrementaban. Todo lo demás había dejado de existir
en aquel momento; los crímenes, las victimas, la investigación, la vida, el
mundo. Sólo era ella enredando a otro hombre entre sus piernas, volvía a ser
ella y el sexo, y aquello era lo único que realmente le quedaba.
El clímax comenzaba a acercarse peligrosamente, lo sentía en
la cara interna de los muslos, en los pálpitos del pecho, en el ardor de su
estómago. Lo que había comenzado como un suave movimiento, se había convertido
en una desbocada cabalgada, en la que toda ella subía y bajaba empalándose en
aquel trozo de carne al que ahora todo se reducía. Jadeante, sudorosa, se dejó
llevar por la placentera sensación que la invadió, gimiendo y maldiciendo
mientras explotaba en un frenesí de sensaciones. Cuando ya no pudo más, cayó
derrotada sobre el pecho del hombre que yacía bajo ella.
-Oh, mierda. No me dejes así, que ya casi estaba –protestó
él.
Laura, todavía enrojecida y jadeante, rodó sobre sí misma,
extrayendo el miembro palpitante de su interior, y decidió compensar a su
amante por las molestias. Retiró con cuidado el preservativo, totalmente
empapado por sus jugos, y acercó el glande a sus labios. Debía ser cierto que
había estado a punto de alcanzar el orgasmo, pues bastó su habilidad de abrir
la garganta al introducirse el miembro para que él eyaculara sin previo aviso
en el fondo de su boca. Laura no había tenido intención de tragar la leche de
aquel desconocido, pero fue tal la cantidad que manó entre sus labios que fue
incapaz de rechazarla. Y de perdidos al río, el mal ya estaba hecho, así que
paladeó el blanco manjar mientras su fugaz consorte la observaba con ojos
desorbitados.
Una vez ambos quedaron satisfechos, Laura se tumbó de
espaldas, vestida solamente con la camisa desabotonada, junto al hombre que
respiraba entrecortadamente.
-Bueno, ahora suéltame –rompió Ulises el silencio que se
había prolongado por un par de minutos.
-Aún no –respondió Laura con una carcajada-. Ahora tengo que
revisar los expedientes, y no quiero que nadie me moleste.
Laura se levantó, haciendo caso omiso de las protestas de su
acompañante, y sin cubrirse en absoluto, empezó a repasar los documentos. Entre
los cientos de casos en los que había participado el fiscal Perea, muy pocos
habían sido llevados por el juez Alonso en la década de los noventa, en
contraposición con los juicios en los que habían coincidió antes de trabajar
ambos en la ciudad. Tal vez no pasaran de la cincuentena. Laura los fue
apartando uno a uno hasta que llegó al último. Anduvo unos metros por la sala
hasta llegar a donde reposaba su pantalón y extrajo del bolsillo el papel en el
que había anotado la numeración de los expedientes remitidos por el juez para,
acto seguido, regresar al montón de dosieres.
Comprobó los expedientes hasta llegar a uno que tenía entre
las manos, pero que no aparecía en su listado. Sonrió, ahí tenía la pista que
había estado buscando. Y había sido más fácil de lo que esperaba. Se sentó en
la cómoda silla de oficina en la que había estado esperando Ulises y comenzó a
leer el archivo. El hombre, que aún permanecía en el suelo, quejándose de
cuando en cuando, contempló como la sonrisa de Laura se ensanchaba por
momentos, hasta que finalmente soltó una carcajada.
-Ya te tengo, hijo de puta. Sabía que te pillaría por algún
lado –exclamó.
-¿Me dices a mí? –preguntó Ulises angustiado-. Suéltame ya,
por favor. Ha dejado de tener gracia…
-No te digo a ti, idiota. Pero tú y yo vamos a tener un
problema ahora…
-Suéltame, por favor –rogó asustado.
-A ver, te explico… Necesito llevarme este expediente.
-¡No puedes sacarlo de aquí!
-Ya…. Eso ya lo sé. Y ahí radica nuestro problema. ¿Me
sigues?
-¿Si no te dejo irte con el expediente, me dejarás aquí,
esposado?
-Lo vas pillando.
-Pe… pero los guardas jurados me encontrarán así… y…
-Y tendrás un montón de cosas que explicarles. A ellos, a
tus superiores, y por el anillo que llevas en el dedo, supongo que también a tu
mujer.
-Pero… No puedes… No puedes…
-Técnicamente no puedo. Pero lo voy a hacer, con, o sin tu
colaboración. Tú decides.
-¿Devolverás el expediente?
-Cuando no me sea útil te lo haré llegar, ya te encargarás
tú de dejarlo en su sitio. Y espero encontrarlo cuando venga a buscarlo
oficialmente.
-¿Cuánto tiempo?
-Dame un par de días, quizás tres. En tres días, como mucho,
lo tendrás en tus manos.
-De acuerdo, suéltame ya. ¿Qué haces? Suéltame.
-Primero voy a vestirme, no quiero que alertes a los
vigilantes de seguridad antes de haber abandonado el edificio. Cuando salga de
aquí sé que no dirás nada, porque deberás dar demasiadas explicaciones, pero si
me paran antes de salir…
-No diré nada. ¡Suéltame!
-No te impacientes, querido. Ahora te suelto.
-Y… ¿Qué pretendes hacer con todos estos documentos? –dijo
Ulises con la mirada fija en el montón de expedientes que habían rescatado de
los archivadores-. Debes dejarlos ordenados de nuevo.
-De eso ya te encargarás tú. ¿Verdad? Supongo que no querrás
que ningún compañero venga a buscar algo y se encuentre este estropicio.
Podrían hacer preguntas, comparar datos, y darse cuenta de que alguien ha
extraviado un importante expediente… Yo que tú lo recogería.
Ulises la fulminó con la mirada, pero no contestó.
-Venga, levanta que te suelto –dijo Laura ayudándole a
ponerse en pie-. Me parece que esta noche vas a llegar tarde a casa. Por
cierto, gracias por el polvo, ha sido increíble. Lo necesitaba.
-¿Podremos repetirlo algún día? –preguntó Ulises con cierta
esperanza en la mirada mientras se acariciaba las muñecas magulladas, tratando
de devolver la circulación a sus entumecidas extremidades.
-Lo dudo –contestó ella entre carcajadas-. Pero tal vez
algún día vuelva a necesitar algún documento de este archivo. ¿Quién sabe?
Le plantó un beso en los labios, y salió del almacén riendo
y meneando la cabeza. Ulises se encogió de hombros y se subió los pantalones.
Le quedaba mucho trabajo por delante, pero había merecido la pena.
Cuando Laura salió del edificio de los juzgados ya estaba
anocheciendo. Encendió un cigarrillo de un paquete arrugado y se sentó en el
coche. Cogió el teléfono, que aún estaba en el asiento del acompañante, y se
fijó en la cantidad de llamadas perdidas. Reconoció el número y lo marcó de
memoria. Era el del subinspector García.
-¿Dónde has estado todo el día? –preguntó el subinspector
malhumorado-. Maldita sea, Laura, te he llamado como cien veces.
-He estado ocupada, en los archivos del juzgado, no tenía el
móvil encima… ¿Alguna novedad?
-Han identificado a la segunda victima, es una profesora de
física, da clases en la universidad… ¿Has estado dónde?
-En los antiguos juzgados, en el archivo. Tenemos al juez
Alonso pillado… He encontrado un caso muy interesante del que no me había
mandado copia… Es del año noventa y nueve, poco antes de jubilarse el fiscal
Perea. De hecho casi, casi, es su último caso… No creo que sea una
coincidencia…
-¿Y?
-Una joven degollada, de forma muy sospechosa, y un cura que
se suicida de forma un tanto extravagante… Voy para allá y te cuento.
-No Laura, estoy ya en casa. Si no sabes quién es nuestro
hombre…
-O mujer
-… o mujer. Si no sabes quién es, poco podemos hacer hoy ya.
Nos veremos mañana.
-Hasta mañana pues.
-Hasta mañana Laura.
Laura arrancó el coche con una sonrisa en los labios.
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