Los crímenes de Laura:
Una homilía interminable.
Nivel de violencia:
Moderado.
Aviso a navegantes: La
serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia explícita.
Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar desagradable a
los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso con el nivel de
violencia que contienen:
-Nivel de violencia
bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un relato
cualquiera.
-Nivel de violencia
moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.
-Nivel de violencia
extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explícita, sólo apto
para gente con buen estómago.
El padre Víctor arrancó la hoja del calendario. Cada año,
cuando llegaba aquella fecha, debía lidiar con sus pecados. Miró inquieto el
escuálido taco de hojas numeradas que colgaba de la pared de su despacho.
-Dieciocho de diciembre de mil novecientos noventa y nueve
–murmuró, intentando espantar sus fantasmas.
El teléfono de la vicaría sonó con estridencia,
sobresaltando al párroco que seguía ensimismado, contemplando aquella fatídica
fecha atrapada en el calendario colgado en su pared. En dos zancadas se situó
junto al auricular, y antes de descolgar, consultó su reloj de muñeca.
Demasiado temprano para recibir llamadas. Un mal presentimiento recorrió su
espinazo mientras descolgaba el aparato.
-Diga
-¿Padre? ¿Padre Víctor? ¿Es usted? –El corazón del cura se
aceleró al oír aquella voz familiar. Todos sus temores resurgieron
repentinamente. No era una coincidencia.
-¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha pasado? –preguntó. La
angustia de su voz era tal, que casi podía palparse.
-¿Cuánta gente sabía lo de su… amistad con Wanda?
-¿Wanda? No, por Dios, Wanda no…
-Padre, serénese. ¿Cuánta gente lo sabía?
-Tú… tú… tú no deberías saberlo… -La voz del cura sonaba
distante y entrecortada.
-Ahora lo sé. Esto ha llegado demasiado lejos. –El hombre al
otro lado de la línea parecía abatido, desesperado-. Por fortuna para usted, es
posible que consiga ocultar su presencia en el lugar del crimen…
-¿Crimen?
-Sí, crimen. Está muerta.
-Pe… pero si anoche mismo estuve con ella…
-A esa misma conclusión he llegado yo… y la patrulla que la ha
encontrado. Aunque a decir verdad, no sé por qué le protejo. No sé por qué
debería manipular las pruebas. Yo no le debo nada, no ha hecho más que causarme
problemas.
-¿Qué no me debes nada? Maldito hijo de puta. –El dolor del
sacerdote se había transformado en ira. Dándose cuenta de la blasfemia
pronunciada en la casa de dios, se santiguó, pero no bajó el tono-. Si estás
sentado en ese despacho es gracias a mí, nunca habrías llegado a teniente de la
Guardia Civil sin mi ayuda, es posible que ni siquiera siguieras en el cuerpo…
-¿Y a qué precio, padre? ¿A qué precio?
-Ahora no hay vuelta atrás… No puedes…
-No, no puedo…; pero tampoco sé si puedo seguir cargando con
este peso sobre mi conciencia. Han pasado muchos años, y aún sigo viendo la
cara de aquella joven muchacha en mis pesadillas… y la del niño… Ese pobre niño
que ahora busca venganza.
-Pero Ignacio Idalgo está muerto. Él se encargó de matarlo.
-Sí, y nosotros de encubrirlo… Al igual que encubrimos lo de
su madre.
-Ya obtuvo su venganza –suspiró el clérigo.
-Pues al parecer eso no le basta. De alguna forma ha
descubierto su implicación en todo esto, y temo que vaya a por usted.
-¿Seguro que ha sido Hugo?
-¿No ha visto el jodido calendario? Hoy hace veintiún años
que ese hijo de la gran puta de Ignacio mató a su madre.
-Pero podría ser una coincidencia. Puede que no tenga nada
que ver con aquello.
-Podría serlo, padre, pero a su joven amiga la han
encontrado en medio de un charco de sangre, con el cuello rebanado. Ha sido él.
-¿Qué… qué debo hacer?
-No haga nada, padre. Me pondré en contacto con el juez
Alonso y con el fiscal Perea. Nos ocuparemos de que nada salga a la luz. Todos
nos jugamos demasiado con esto. Usted simplemente manténgase a salvo. No
sabemos las intenciones del muchacho, tal vez ya se haya dado por satisfecho,
pero lo dudo. Sólo le he llamado para avisarle. Creo que ya he cumplido. Adiós
padre. Me gustaría poder decir que me alegro de oírle. –Y colgó.
El cura se tambaleó hasta una de las butacas de su despacho,
y se desplomó sobre ella, exhalando con brusquedad todo el aire que contenían
sus pulmones. No podía ser cierto, su pequeña Wanda no podía
haber muerto. Tan
joven, tan inocente… Sus ojos se anegaron en lágrimas mientras recordaba a
aquella muchacha descarada que le había arrebatado el corazón hacía ya bastantes
años. Ella sabía que no podía tenerle, pues sus votos le impedían tomarla como
esposa, pero se conformaba con que él la cuidara y la mantuviera. A cambio,
ella le entregaba todo su amor y su cariño, compartiendo generosamente su cama
en las noches más frías.
El ruido de la puerta exterior de la basílica le sobresaltó,
alejándole de sus pensamientos, y haciendo que regresara a la realidad. Volvió
a consultar su reloj, y comprobó que las manecillas se aproximaban
peligrosamente a las siete y media, hora del primer servicio. Con el ánimo
abatido, se vistió con el alba, la casulla y la estola. Cinco minutos antes de
la hora, cogió el misal y se preparó para el servicio.
La misa transcurrió sin incidentes, a pesar de que el padre
Víctor casi no podía concentrarse en sus palabras. Afortunadamente, aquella
fría mañana de lunes, pocos fieles se habían acercado a recibir el sacramento,
la mayoría de ellos ancianos, y ninguno pareció darse cuenta del estado de turbación
del sacerdote. Tras una homilía interminable, concedió la paz a sus fieles y
les animó a marchar.
Cuando él mismo estaba a punto de abandonar la iglesia, y
refugiarse en la paz de la vicaría, escuchó a sus espaldas la portezuela del
confesionario. Hizo de tripas corazón, consciente de que debía cumplir con sus
obligaciones, y se encaminó hacia la cabina de madera, dispuesto a escuchar los
banales pecados de algún ama de casa triste y anodina, cuyo mayor desliz sería
no cuidar a su marido como se merecía, o gritar a sus malcriados hijos.
Abrió la puerta de madera que le correspondía como
sacerdote, y se sentó en el mullido almohadón que tenía dispuesto para aquella
situación.
-Ave María purísima –dijo una voz tras la rejilla de madera
trenzada.
El corazón del padre Víctor se detuvo durante unos
instantes, mientras contenía la respiración. Aquella voz…
-Sin pecado concebida –contestó, con voz temblorosa.
-Hace ocho años que no me confieso, padre. -El silencio del párroco
fue la única respuesta-. Perdóneme, padre, porque he pecado.
-¿Has… has sido tú, hijo mío? –preguntó haciendo acopio de
todo su autocontrol.
-¿Ya se ha enterado? Hay que ver cómo vuelan las noticias en
este pueblo.
-Hijo mío no puedes… -dijo tragando saliva con dificultad-,
no puedes hacer esto… Debes perdonar, debes encontrar la paz…
-¿No es ahora el momento en el que debo confesarle mis
pecados?
-Cuéntame, hijo, y que nuestro señor nos perdone… A ambos.
-¿Recuerda la última vez que vine a confesarme? Hace hoy
ocho años. Bueno, para ser más exactos, mañana, se cumplirán ocho años…
-Lo recuerdo. Tenías un problema, y te ayudé. Recuérdalo tú
también.
-Sí… Le confesé lo que había hecho, le confesé que había
matado a mi pad… a Ignacio. –Hacía tiempo que Hugo ya no lo llamaba padre-. Le
confesé cómo él había matado a mi madre hacía tanto tiempo, y cómo él me había
torturado durante todos aquellos años. Pero a usted se le olvidó contarme algo.
¿No es así?
-No te comprendo, hijo mío. Te ayudé a que lo de tu padre no
te salpicara. Conseguí que se llevara el asunto como si hubiera sido un
accidente…
-Pero no me dijo que ya sabía cómo había muerto mi madre.
Ese detalle lo pasó por alto, y no comprendo cómo pudo ocurrir.
-No… yo… no…
-Silencio, padre, necesito que escuche la confesión de mis
pecados. –El sacerdote respiró hondo, intentando que sus manos dejaran de
temblar-. Bien, como ya sabrá, al morir Ignacio en aquel desgraciado incidente,
yo me convertí en don Hugo. Heredé la casa, las tierras y por supuesto, los negocios.
»Sí, sí, ya sé que ha llovido mucho desde entonces, no
pienso contarle todos mis pecados de estos últimos ocho años, tardaríamos…
demasiado. Baste con decir que, entre los papeles de mi padre, encontré una
carta escrita de su puño y letra, y firmada, como es lógico, por usted.
¿Recuerda esa carta? ¿La recuerda?
-No… Yo no recuerdo… No sé de qué me hablas.
-No se preocupe, intentaré refrescarle la memoria. En la
carta, usted le decía a Ignacio que no debía preocuparse por nada, que con su
dinero y sus contactos, no tendría ningún problema en encubrir el asesinato de
mi madre, y que usted sabía exactamente cómo hacerlo.
-Eso no es… Yo nunca… No puedes… -Intentó defenderse en vano
el sacerdote.
-En aquel momento no supe cómo actuar, me sentí superado por
los acontecimientos, y fui incapaz de hacer nada. Hasta que conocí a Carolina.
¿Conoce usted a Carolina? No, no creo que la conozca. ¿Sabe? Ella no es la
típica chica que frecuenta la iglesia. De hecho, la conocí en uno de los
negocios turbios que había heredado de Ignacio. Bueno, ya sabe, no creo que
quiera que profundice en sus negocios… Aunque creo recordar que usted
frecuentaba alguna de aquellas tascas… de… moral laxa.
»Carolina era una joven preciosa, de ojos verdes y cabello
carmesí. ¿A que no adivina a quién se parecía muchísimo?
-¿A tu madre?
-A mí madre, muy bien. Pues verá, Carolina había tenido una
vida muy complicada. Era hija de una prostituta, ¿puedo decir prostituta en una
iglesia, padre?
-Puedes, hijo mío.
-Pues bien, era hija de una prostituta rumana, o
checoslovaca, o lo que sea. Ella nunca conoció a su madre, porque nada más
nacer, el proxeneta que la tenía cautiva las separó. Es una triste historia la
suya, aunque me temo que no tiene interés para nosotros ahora mismo. Creo que
con decirle que cuando la vi por primera vez me enamoré perdidamente de ella,
es suficiente.
»Pero había un pequeño problema, nada que no pudiera
solucionar. Ella pertenecía a un mafioso, que la había entrenado en el arte de
la sumisión. Así que si la deseaba, no tenía otro remedio que comprarla. Y así
lo hice. Pagué una pequeña fortuna por ella, pero mereció la pena hasta la
última peseta.
»Se estará preguntando el porqué de toda esta explicación.
Pues verá, aunque ella era mía porque la había comprado, pronto lo fue también
su corazón. Y un día, cuando me preguntó por mi madre, le conté toda mi
historia.
»Cómo son los mafiosos, ¿verdad? No sólo saben entrenar jovencitas
para ser sumisas, sino que le enseñan a ser terriblemente rencorosas. Ella fue
la que me animó a iniciar esta pequeña vendetta personal; la que me ayudo a
planear cada paso; la que me convenció para hacer pasar a la gente que me había
hecho daño, el mismo dolor que yo había sufrido. Supongo que nunca esperó que
llegara tan lejos, creo que sólo era la forma que tenía de desahogarse… Pero
finalmente, he hecho realidad mi deseo y sus planes, y hoy, después de tantos
años, reclamo justicia.
-¿Pero por qué? La pobre Wanda –lloriqueó el sacerdote-. No
le había hecho mal a nadie, era joven e inocente…
-¿Igual que mi madre?
-Sí justo como… No… Quiero decir que…
-Ah, padre, le he estado siguiendo durante unos cuantos
meses. Es usted un pecador de cuidado. Y su mayor pecado es esa muchacha, si
hasta se podría decir que le he hecho un favor. Bueno, excepto en lo de
incriminarle, eso no ha estado bien. Permítame que le cuente mi pecado, es uno
de los gordos. No recuerdo si era el tercer mandamiento... No, no, ése era el
de la santificación de las fiestas. ¿El séptimo? Colabore, padre.
-No robarás.
-Ah… no, ése tampoco era. ¿El quinto? Sí, creo que era el
quinto. ¿Es así?
-No matarás. –Al párroco se le había formado un nudo en la
garganta que casi le impidió recitar el mandato divino.
-Ése es, padre, ése es. Justo ése. Anoche le seguí hasta la
casa de su amante. Yo ya sabía que iría allí, como todos los domingos… El
tercer mandamiento, ¿recuerda? En realidad lo tenía todo planeado. Iba a matar
a la chica, y a dejar pruebas contra usted por toda la casa, sumadas a las que
usted mismo iba a dejar, sin saberlo.
»Le seguí en el coche, yo aparqué a cierta distancia de la
casa de la joven. Cuando llegué, usted ya estaba dentro, y pude ver, desde la
ventana del salón, cómo se besaban apasionadamente. Muy guapa esa amiga suya,
sí señor, entradita en carnes, pero oiga, para gustos los colores… Mi debilidad
son las pelirrojas, ya sabe, complejo de Edipo, pero su morena también tenía
cierto atractivo.
»Me tuve que esconder cuando salió a por leña para encender
la chimenea. Fíjese que tontería, meses de preparación se podrían haber ido al
traste por un simple descuido. Pero afortunadamente no me vio. Supongo que
tenía la sangre en otra parte.
»Volví a asomarme por la ventana, y pude ver cómo encendía
el fuego mientras ella servía dos copas de vino tinto. Ah, vino tinto y un buen
fuego, ¿qué más se puede pedir? Cuando el fuego estuvo encendido, se sentaron
en el sofá y hablaron durante un rato. No pude oír ni una palabra, pero los dos
se reían, así que debió ser divertido.
-¿Por qué me cuentas esto? –preguntó el sacerdote con los
ojos humedecidos por el recuerdo de la pasada noche.
-Porque necesito su absolución, padre. ¿Cómo me la va a
conceder si no le relato mis pecados? Y también, ¿por qué no? Para hacerle
sufrir.
»Ella empezó a ponerse cariñosa, ¿cierto? Pude ver cómo se
acercó a usted y le acarició la cara con la mano. Usted la tomó entre las suyas
y la besó, primero con dulzura, luego con lascivia, finalmente, comenzó a lamer
aquellos dedos regordetes con gula.
»Oh sí, pude ver cómo la lujuria se desataba en sus ojos en
el momento en que se abalanzó sobre la chica, haciendo caer la copa de vino,
que se derramó por la alfombra. Ella intentó levantarse, lo pude ver en sus
gestos. Quería limpiar el desastre antes de que fuera a más. Pero no se lo
permitió, ¿verdad? En ese momento la quería toda para usted. Avariciosamente la
atrapó entre sus garras, y comenzó a besarle en los labios con pasión.
»Yacía de espaldas en el sofá, mientras que usted estaba
sobre ella, metiéndole la lengua entre sus labios, que la recibían con ternura.
Cuando sus manos ágiles comenzaron a desabrochar la blusa de su amante,
liberando los generosos senos, que no tenían sujeción alguna, mi excitación
también empezó a aumentar.
-Esto está totalmente fuera de lugar.
-Sé que estuvo mal, muy mal, terriblemente mal… por eso me
confieso, padre. Sí… si cierro los ojos casi puedo volver a verles, ella
tumbada con la blusa desabrochada, con los enormes pechos, y cuando digo
enormes, quiero decir exageradamente grandes, usted ya me entiende, padre, libres
de toda presa, moviéndose de forma ondulante bajo sus manos… Oh, cómo se me
puso la polla. Mientras pasaba su afilada lengua por los oscuros y redondeados
pezones de la chica, yo aproveché para bajarme los pantalones y la ropa
interior, para sujetarme el miembro con la mano derecha mientras con la otra me
iba acariciando los huevos.
»La verdad es que estaba disfrutando del espectáculo que me
proporcionaban. Cuando se cansó de beber de aquellos interminables pechos, se
levantó y le bajó la falda, quitándosela por los tobillos. Su amiga era una
golfilla, pues pronto pude ver que no llevaba ningún tipo de ropa interior. Me
imagino que se había preparado a conciencia para su llegada. Apartó con
delicadeza aquellas piernas que más parecían jamones, e introdujo la cara entre
ellas. Ella se movía, alzando las caderas, mientras se acariciaba los senos, y
su cabeza, padre, casi había desaparecido en la carnosa entrepierna.
»La envidia se apoderó de usted, pues subió sus manos para acariciarle
las tetas, apartando las de ella, mientras que su lengua y sus labios no se
despegaban de los bajos de la muchacha. Yo por mi parte contemplaba la escena
con la polla entre las manos, masturbándome con deliberada lentitud, pues no
quería perderme ni un segundo la escena. Ella le agarró la cabeza, y le obligó
a subir hasta sus labios, les vi besarse con ternura, y después usted se puso
en pie, y se desnudó, dejando la ropa plegada con meticulosidad sobre la mesa.
Pero su miembro parecía esperar otra cosa. Cuando regresó junto a ella, le
pidió que se levantara, y se sentó en el sofá, haciendo que ella se arrodillara
frente a usted.
»Yo solo veía su cara, y el enorme trasero de la muchacha,
que se movía rítmicamente mientras su cabeza subía y bajaba. Ah, se notaba que
disfrutaba, los ojos entornados, la boca entreabierta, las manos en la cabeza
de ella, presionando y liberando, acompasando.
-Ya basta, por el amor de Dios –rogó el cura, desesperado.
-No, no basta. Llegaré hasta el final.
-No pienso tolerarlo más –dijo levantándose y recogiendo la
sotana.
-Más le vale sentarse, padre –escupió Hugo las palabras con
desprecio. Un ligero sonido metálico, como el de un engranaje rodando sobre
otro engranaje inundó la mente del párroco, que inmediatamente comprendió que
estaba siendo apuntado con un revolver.
-No… no puedes derramar sangre en la casa de dios –suplicó
el sacerdote volviéndose a sentar.
-Por eso mismo, padre, siéntese y permítame continuar con mi
historia. Yo intentaba subir y bajar mi mano sobre mi verga al compás de la
muchacha, de alguna forma, así me sentía participe. No había pasado mucho rato,
cuando usted decidió que era el momento de penetrarla. Como buen hombre de
dios, sabe que los preservativos están contraindicados, por eso supongo que no
lo usó. No pude oír lo que decían, sólo fui capaz de ver lo que estaban
haciendo. Se levantó del sofá, intercambiando su posición con la de ella.
Cuando estuvo sentada, con las piernas abiertas, usted se metió entre ellas, y
bajó la mano, sospecho que conduciendo su miembro hacia el interior de la
chica.
»Cuando estuvo satisfecho, comenzó a embestir con fuerza,
entrando y saliendo de aquel cálido y húmedo agujero, jadeando y blasfemando
tan fuerte, que era capaz de oírle perfectamente tras la ventana. Ella también
gritaba y suplicaba, disfrutando de sus cuidados. Yo me la machacaba ya sin
miramientos, sabiendo que el final estaba cerca. Se movía adelante y atrás, una
y otra vez, y yo le seguía el ritmo con mi mano.
»Cuando ella empezó a gemir desesperada, rodeándole la
espalda con las piernas, supe que estaba alcanzando el clímax deseado, y creo
que usted también, pues golpeaba cada vez con más fuerza. Finalmente ella quedó
rendida, como un muñeco de trapo, y usted se apartó de forma fulminante,
agarrándosela, como yo, entre las manos, y acercándola a su boca. Pude ver, desde
mi posición privilegiada, cómo los densos chorros de esperma saltaban de su
polla a los labios de ella, que los recibía con deleite. Se acercó lo
suficiente como para que continuara eyaculando dentro de su boca, acaparando
toda aquella leche con lujuria. Cuando usted paró de meneársela, cerró los
labios en torno a su miembro, y debió chuparlo con la lengua, porque al
retirarlo, estaba limpio y sin rastro de pecado.
»Aquello fue demasiado, y me corrí violentamente sobre mi
propia ropa, dejándola totalmente manchada. Sí, ya sé, es una guarrada, pero no
quería dejar ningún tipo de huella que pudiera incriminarme…
»Vi cómo sonreía con soberbia, bien pagado de sí mismo y satisfecho
con su amada. Se sentaron en el sofá, y hablaron durante una hora. Parecía una
conversación amena y relajada, en un ambiente perfecto. La chimenea poco a poco
se fue apagando, y no parecía que usted tuviera ganas de marcharse de aquella
casa. La pereza lo embargaba, y temí que finalmente nunca se apartara de ella,
para volver a su santa casa. Pero al final, la cordura de su alma regresó, y
salió por la puerta de la casa, despidiéndose con un beso… que sería el último.
-Basta ya, por favor… Esto es una tortura.
-¿No quiere saber cómo la maté? ¿No quiere que le cuente cómo
chillaba mientras la degollaba? ¿Cómo la dejé, tendida, desnuda y
ensangrentada, rodeada de evidencias que lo delataban?
-No, por favor.
-Está bien, no se lo contaré.
-Gracias hijo mío, gracias…
-Con una condición…
-¿Qué es lo que quieres?
-Quiero que me diga los nombres de las personas que
colaboraron con usted y con Ignacio para ocultar la verdad sobre la muerte de
mi madre.
-No puedo… no puedo…
-Está bien, regresé hasta mi coche, donde tenía ropa
preparada para la ocasión. Cogí el gran cuchillo de caza, el mismo por el que
murió mi madre, y me dirigí a la entrada…
-Está bien, está bien –dijo el cura, claudicando-. Te diré
lo que quieres saber. Tres personas más
estuvieron implicadas: el juez Arturo Alonso, el fiscal Pablo Perea, y por
último un agente de la Guardia Civil, Xavier Xacón.
-¿Y usted…?
-Sí, y yo. Nosotros cuatro encubrimos la muerte de tu madre.
Perdóname, por favor –dijo el sacerdote mientras rompía a llorar-. No quisimos
causarte ningún daño. Tu padre era un hombre poderoso, nos tentó, y caímos
miserablemente… Él conocía mejor que nadie las debilidades de la carne… Por
piedad, perdóname….
-¿No es al revés? Quiero decir, ¿no se supone que es usted
el que debe darme la absolución a mí?
-¿Eh?
-Que me absuelva, padre, que me absuelva por mis pecados.
-Ah, sí, claro… Dios, Padre misericordioso, que reconcilió
consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el
Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio
de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
-Amén. Que Dios le perdone, padre, porque yo no puedo
hacerlo-Y disparó.
El eco de la detonación reverberó por toda la amplia
basílica, deteniéndose en cada uno de los rincones, rebotando en cada ángulo de
cada pared, resonando hacia el infinito. Hugo abrió la puerta del confesionario
y salió del cubículo. Miró a su alrededor, buscando algún posible testigo, pero
allí no había nadie. Si Carolina había cumplido al pie de la letra sus
instrucciones, ahora la Iglesia estaría cerrada al público, por lo que tenía
libertad de movimiento. Escuchó suspiros agónicos en el interior del compartimento
destinado a los sacerdotes, y abrió la puerta.
-Por favor, por favor, piedad –rogó el sacerdote, recostado
sobre la pared de madera.
-Voy a tener piedad, y voy a ahorrarte mayores sufrimientos.
Hoy acaba su vida, aquí y ahora. ¿Alguna última palabra? –preguntó acercando la
pistola a la sien del hombre que lo miraba con ojos desesperados.
-¡Piedad, por el amor de Dios! –Y aquellas fueron sus
últimas palabras.
Hugo salió de la basílica utilizando la llave del párroco, y
caminó en solitario por la alameda. Carolina había cumplido bien su cometido, y
aquella noche pensaba recompensarla, pero ahora tenía algo más urgente que
hacer. Continuó andando lentamente, hasta que sus pasos le condujeron al
cementerio donde descansaba la única mujer a la que realmente había amado. Caminó
entre las lápidas, hasta alcanzar su destino, el panteón familiar en el que
descansaba su madre, lejos, por fin, del hombre que le había dado muerte, que
se pudría en un nicho a muchos kilómetros de allí, en la lejana ciudad.
Se arrodilló frente a los ángeles que custodiaban el
descanso de su madre y lloró con sincera amargura por su perdida. Le pidió
perdón en un susurro por los actos que había cometido, y se repitió una y otra
vez que todo lo hacía por ella. Que aquélla era la venganza prometida.
Pero aquello había sido sólo el principio… Ahora, debía
encargarse de los otros tres: un juez, un fiscal, y un teniente de la Guardia
Civil.
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