Los crímenes de Laura:
Una vida llena de rencor.
Nivel de violencia:
Moderado
Aviso a navegantes: La
serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia
explicita. Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar
desagradable a los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso
con el nivel de violencia que contienen:
-Nivel de violencia
bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un
relato cualquiera.
-Nivel de violencia
moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.
-Nivel de violencia
extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explicita, sólo apto
para gente con buen estomago.
Tatianna Tijonov era consciente de que no le habían ido tan
mal las cosas, de hecho, sabía que podía haber sido mucho peor. Había
conseguido huir de entre las ruinas de lo que una vez fue la gran madre patria,
dejando tras de sí la desolación de un régimen que agonizaba, para adentrarse
en un nuevo mundo lleno de posibilidades, donde no había más límites que los
que una misma estuviera dispuesta a marcarse. Realmente no era tan bonito como
se lo habían pintado, y atravesar las fronteras soviéticas no había sido
sencillo, pero una vez lo consiguió, el resto del camino ya no fue tan duro.
Ante ella se abrió un mundo de capital y posibilidades, que
comparado con lo que tenía hasta aquel momento, era una gran mejoría. La base
no había cambiado demasiado, en Ucrania había necesitado de sus habilidades
sexuales para complementar su exiguo patrimonio, una noche con algún miembro de
la policía proporcionaba cierta seguridad, chupándosela al encargado de
aprovisionar la aldea conseguía algo más de arroz o leche, y con un poco de
suerte, si encontraba algún extranjero dispuesto a pasar un buen rato, podía
conseguir unos cuantos dólares para el futuro, pero desgraciadamente esta
última opción no solía presentarse con frecuencia.
Y cuando ese futuro llegó, la cosa había sido más o menos
igual, seguía follando, chupando y calentando, pero ahora la recompensa era
bastante más interesante. Vivió durante varios años en la Republica Federal
Alemana, y poco antes de la caída del muro se trasladó a Ámsterdam. Tras un par
de años escasos ejerciendo de prostituta en tierras holandesas, conoció a un
hombre de negocios que le ofreció viajar a España para continuar con su buen
hacer. No se lo pensó, una joven de más allá del telón de acero, de las frías
tierras ucranianas, en España, donde siempre hacía calor, donde el sol, la
playa y la fiesta eran de leyenda, era una oferta que no podía rechazar.
Su vida en tierras íberas tampoco había sido tal y como la
soñó, no había podido pisar casi la playa, no tenía demasiado tiempo para
disfrutar de la fiesta, porque por las noches siempre estaba de guardia, y el
sol casi no lo veía, porque había descubierto, para su consternación, que unas
pocas horas bajo el fuerte astro peninsular, bastaban para que su piel se
tornara anaranjada cual cangrejo ruso.
Pero durante los quince años que pasó en Centroeuropa, más
el año aproximado que llevaba trabajando en España, había conseguido reunir un
pequeño capital. Ella era una chica del este, acostumbrada a vivir con lo
necesario, y estaba convencida de que con unos pocos años más de trabajo duro,
tendría suficiente dinero para dejar de trabajar. Aunque mientras el dinero
fácil continuara entrando en abundancia, no tenía porque renunciar a un modo de
vida que tampoco le desagradaba.
Ella no tenía problemas morales, venía de una región en la
que quien no se buscaba la vida desde jovencita no tenía la más mínima
oportunidad, y se había tenido que acostar con tantos hombres antes de cumplir
siquiera los veinte, que había perdido la cuenta. Y después fueron más, y más,
y más. ¿Qué importaban unos cuantos cientos o miles si eso le proporcionaba una
vida estable? Quizás algún día encontraría un hombre que la quisiera, y
entonces lo dejaría, y podría formar una familia y…
Alguien llamó a la puerta de la habitación que compartía con
otras cinco chicas, obligándola a abrir los ojos e interrumpiendo bruscamente
sus pensamientos. Tatianna bajó de la litera y comprobó que estaba sola. Debía
haberse quedado traspuesta y el resto de sus compañeras ya estarían en la
planta baja, a la espera de algún cliente.
-¿Estas bien Tatianna? –preguntó una amistosa voz masculina
tras la puerta cerrada.
-Sí, no te preocupes, me he quedado dormida Las demás chicas
no me han despertado -la voz dulce de la
muchacha todavía reflejaba su procedencia ucraniana, pero poco a poco iba
mejorando el acento y ya casi dominaba el castellano a la perfección.
-Vale, no pasa nada, no tardes mucho, que tienes visita.
-¿Visita? –inquirió la muchacha extrañada.
-Sí, ha venido el señor Idalgo, te está esperando.
Tatianna entró en el aseo y se miró al espejo. El cabello
estaba algo enmarañado tras la pequeña siesta, y lo cepilló durante unos
minutos hasta que los rojizos bucles estaban donde debían estar. Cuando estuvo
satisfecha, se lavó la cara con abundante agua y se maquilló de forma natural,
sin estridencias.
Regresó a la habitación y abrió el armario que le había sido
asignado. Todas las chicas que vivían en la residencia, como ellas la llamaban,
tenían un armario bastante grande, en el que tenían suficiente espacio para
guardar todas sus ropas de día y de noche. En este caso iba a necesitar algo
sexi, pero sobrio, porque si el señor Idalgo estaba esperándola, es que tenía
algo que celebrar, y lo más seguro es que quisiera llevársela fuera del local. Finalmente
se decidió por una falda que cubría hasta más allá de las rodillas y una blusa
negra de larga manga, abotonada en la parte delantera, combinado todo con un
elegante abrigo con el cual combatir el frío del exterior en el caso de que
fuera necesario.
Se miró al espejo de cuerpo entero que cubría una de las
paredes de la habitación comunal y contrajo los labios en un mohín, no le
gustaba el señor Idalgo. Era un hombre agresivo, con unos gustos sexuales
peculiares y bastante violento. Pero era uno de los dueños del club y también
era un hombre generoso con sus chicas. En verdad bien le merecía la pena
aguantar unas horas con él y someterse a sus deseos más lascivos, porque la
recompensa sería más que suculenta.
Pocas horas antes, don Ignacio y su hijo Hugo habían
caminado sin hablar entre las ordenadas hileras de lápidas del camposanto municipal.
Los altos cipreses se mecían al son de una mano invisible, que esparcía sin
mesura el aroma de los arbóreos guardianes del cementerio. Año tras año, al
llegar aquel día, su ritual no variaba. En casa de los Idalgo nunca se hablaba
de la mujer que había sido madre y esposa, nunca se mencionaba su nombre, no
había ningún retrato, ni ninguna foto envejecida por el tiempo que recordara
que allí había habitado aquella hermosa joven, la única prueba que quedaba de
que alguna vez había existido, era el muchacho que una vez formó parte de ella.
Pero cuando el otoño amenazaba con dejar paso al crudo
invierno, cuando los días acortaban, y la tristeza embargaba los sauces de la
alameda, el mismo día, sin falta, año tras año, don Ignacio Idalgo, acompañado
de su hijo, recorría el lúgubre sendero que serpenteaba el camposanto, para
recordar el día en que murió su esposa entre los brazos del muchacho. El día en
que fue asesinada por él, el día en que fue asesinada por ambos. Cuando esa
fecha llegaba, el hombre y el joven se encaminaban en silencio, sin mediar
palabra entre ellos, a aquel lugar maldito, entre cuyos duros muros de piedra,
erosionados por el tiempo y el dolor que contenían, reposaba su secreto. No
hacía falta decir nada, el envolvente silencio era suficiente.
Hugo se detuvo frente al níveo panteón y se arrodilló ante la atenta mirada del hombre que le acompañaba, depositando con sumo cuidado un gran ramo de rosas rojas junto a la marmórea entrada. Como había hecho tantas veces a lo largo de los años, imploró perdón en un susurro, evitando que su padre lo escuchara o fuera capaz de percatarse de las lágrimas que comenzaban a brotar desde el fondo de su alma. El mausoleo en el que la joven descansaba, y que había pertenecido a la familia de ella durante cientos de años, era de talla sencilla, sin grandes ornamentos. Tan sólo dos columnas de capitel liso flanqueaban la entrada y dos ángeles llorosos tallados en piedra velaban su eterno descanso desde el día en que fue enterrada.
Hugo se detuvo frente al níveo panteón y se arrodilló ante la atenta mirada del hombre que le acompañaba, depositando con sumo cuidado un gran ramo de rosas rojas junto a la marmórea entrada. Como había hecho tantas veces a lo largo de los años, imploró perdón en un susurro, evitando que su padre lo escuchara o fuera capaz de percatarse de las lágrimas que comenzaban a brotar desde el fondo de su alma. El mausoleo en el que la joven descansaba, y que había pertenecido a la familia de ella durante cientos de años, era de talla sencilla, sin grandes ornamentos. Tan sólo dos columnas de capitel liso flanqueaban la entrada y dos ángeles llorosos tallados en piedra velaban su eterno descanso desde el día en que fue enterrada.
Hugo deseó poder fundirse con las pétreas esculturas, y así
no volver a separarse de su madre amada, pero sabía que ese día, ese momento,
era el único que tenía para recordarla, para añorarla, para sentir su ausencia.
El joven dejó que su mente retrocediera hasta aquel mismo lugar, hacía justo
trece años, cuando el dolor, la pena y la rabia habían sido sus únicas
compañeras.
El funeral se había celebrado una fría tarde otoñal, bajo un
cielo plomizo que descargaba agua incesantemente. Las perlas de lluvia goteaban
rítmicamente por el alero de la techumbre del panteón familiar, cuya puerta
había sido abierta para dar la bienvenida a su nueva inquilina.
Los asistentes a la ceremonia se refugiaron bajo amplios
paraguas negros, protegiéndose de las fuertes ráfagas de viento helado parapetados
tras gruesos abrigos de pieles oscuras. El sacerdote recitaba la liturgia
acompañado por la triste melodía de un violín solitario. El pueblo entero se
congregó en aquel aciago día para darle el último adiós a la señora de Idalgo,
conmocionados por el espanto que había supuesto aquel trágico acontecimiento.
Según quién contara la historia, esta variaba sensiblemente,
pero lo que nadie podía comprender, era el porqué una joven tan bella, con un
hijo sano y fuerte, con un marido perfecto, con una casa preciosa y con una
pequeña fortuna a su disposición, se había quitado la vida de aquella forma tan
horrible. “El dinero no da la felicidad” se seguiría comentando durante muchos
años por toda la comarca, “recordad a la joven señora de Idalgo, todo lo que
tenía, y como ella misma acabó con su propia vida”.
Aunque pocos de los presentes en aquel cementerio conocían
el verdadero martirio al que se había visto sometida la joven pelirroja en
vida, y aun menos tenían conocimiento de la tragedia que le había acontecido
hasta su muerte.
El agua de lluvia formaba torrentes sobre los hombros del
joven Hugo, que lloraba desconsolado frente al lugar en el que su madre
descansaría por siempre jamás. Estaba solo, de pie bajo el aguacero, alejado de
todos los que habían ido a despedir a su madre, y sobre todo, lo más lejos que,
sin levantar sospechas, podía estar de aquel que le había arrebatado la vida.
No le hacía falta volver la vista para saber que su padre estaba allí, serio,
con un gesto imperturbable, agradeciendo las muestras de apoyo, y sonriendo por
dentro. Hugo deseó que los rocosos ángeles de ocultos ojos lagrimosos, que aún
no estaban colocados en el lugar donde permanecerían eternamente, pues habían
sido obsequiados por alguna familia adinerada del pueblo, saltaran de sus
pedestales al apartar la vista de ellos, para vengar a la mujer que desde ese
momento guardarían.
Hugo sacudió la cabeza con fuerza, como si con ello pudiera
deshacerse de los dolorosos recuerdos del pasado y se enjugó las lágrimas solapadamente
con el dorso de la mano mientras se levantaba. Al volver la vista descubrió a
su padre, que lo observaba con crueldad, parado justo en el mismo lugar que
había ocupado en sus recuerdos, con el mismo gesto imperturbable, con la misma
sonrisa que sólo traslucía en sus ojos.
Ignacio Idalgo miró al muchacho complacido. Llevar a su hijo
al cementerio una vez al año, el día en que se conmemoraba la muerte de su
madre, era una de las formas que había ido perfeccionando para mantenerlo
sometido. Había borrado todo rastro de aquella mala mujer y había conseguido
eliminar toda la perniciosa influenciad que había ejercido sobre el crío. Pero
consideraba adecuado que por lo menos aquel día, su hijo recordara cual era el
precio de la traición. El chico había crecido sano y fuerte, y en cierto modo
estaba orgulloso de él, pero jamás le perdonaría el haber fallado a su
confianza, robándole aquello que era de su propiedad, pues así era como Ignacio
había considerado a la mujer.
Pero los años habían pasado, y el muchacho era un buen
ayudante en los negocios. Por supuesto, don Ignacio lo mantenía siempre en un
estado de terror absoluto, procurando que fuera consciente de que la espada de
Damocles pendía siempre sobre su cabeza. La última vez que padre e hijo habían
hablado sobre la mujer había sido tras el funeral, aquella lejana, fría y
lluviosa tarde de finales del otoño.
-Ahora sabes de lo que soy capaz –le había amenazado con
desprecio-. Nunca volverás a mencionar a tu madre, nunca volveremos a
pronunciar su nombre, ni a recordar este trágico incidente. Pero vuelve a
traicionarme… Fállame en lo más mínimo y será por ti por quien doblen las
campanas.
Después de aquello Ignacio no había vuelto a ponerle la mano
encima al muchacho, no fue necesario. Bastaba con una mirada, con un susurro,
con el conocimiento de cuan lejos estaba dispuesto a llegar su padre para
mantenerle siempre alerta, siempre obediente, siempre sometido. Pero el joven
no había olvidado, vivía una vida llena de rencor. Recordaba claramente a su
madre, y la amaba, la amaba tanto como el día que la deseó por primera vez, tal
vez más, pues sólo permanecía su recuerdo, el recuerdo del amor prohibido.
-Ya es suficiente, vámonos –le dijo Ignacio Idalgo a su
hijo.
-Ve tú, padre, yo acudiré a casa, por favor.
El hombre meditó un instante y sin responder a la súplica de
su hijo dio media vuelta y echó a andar en dirección a la salida del
cementerio. De pronto tenía un antojo, y el no era hombre que renunciara a sus
caprichos con facilidad. Él era un hombre poderoso, adinerado, con contactos y
amistades influyentes y con un gran número de negocios, algunos de ellos de
dudosa legalidad, pero sobre todo era un hombre caprichoso. Porque podía.
Abandonó el cementerio dejando a su hijo frente a la tumba
de la mujer, se sentó en su elegante deportivo y encendió un apestoso puro
importado mientras arrancaba el motor. Pasaría un buen rato mientras el chico
lloraba a la zorra de su madre, así que ahora era su turno para recordarla, a
su manera…
Recorrió velozmente la carretera, por la que horas después
caminaría su hijo de vuelta a casa, con destino a uno de los antros que
regentaba en sociedad con un mafiosillo de poca monta. Detuvo el deportivo en
el lugar destinado al efecto frente a la entrada del garito y se dirigió con
paso firme a la entrada.
El local no comenzaba a funcionar hasta bien entrada la
noche, pero en aquel pueblo cercano a la nueva autovía, en una España que ya
hacía años que había despertado de su letargo, se había convertido en una
referencia en el mercado del sexo, por lo que la mayoría de los locales de laxa
moral abrían casi ininterrumpidamente. Don Ignacio Idalgo saludó con un ademán
de cabeza al hombre trajeado que vigilaba la puerta del garito y, tras
ajustarse la americana, entró con la cabeza bien alta. Una vez en el interior,
paseó la vista por la sala penumbrosa, deteniéndose para posar la mirada en
cada una de las chicas que se relajaban sentadas, a la espera de clientes, en
los oscuros sofás de cuero y que charlaban animadamente entre ellas. La luz
tenue y la música suave creaban un ambiente perfectamente estudiado que
propiciaban el relax, tanto de los clientes como de las chicas.
-Buenas tardes, ¿dónde está Tatianna? –Preguntó al barman
cuando este se acercó a atenderle.
-No ha bajado todavía, pero no se preocupe, enseguida la
avisamos. ¿Le pongo lo de siempre?
Ignacio asintió y se dirigió en una mesa solitaria
arrinconado en una de las esquinas del club. El encargado de la barra le sirvió
su gin tonic en vaso ancho aderezado con una rodaja de pepino. Dio un largo
trago a su bebida, paladeando el amargor del coctel y deleitándose con el
frescor que el fruto proporcionaba al combinado mientras observaba como la
chica que había escogido para celebrar el aniversario de la muerte de la mujer
que una vez fue suya se acercaba lentamente a la mesa, contorneando
sensualmente su figura.
Tatianna pidió una copa idéntica a la de su acompañante y
brindó con Ignacio a la salud de su esposa. No se insinuó ni trató de
provocarlo o excitarlo como hubiera hecho con cualquier otro cliente. No lo
hizo porque sabía que Don Ignacio Idalgo no había acudido a ella en busca de
una puta con la que sofocar un calentón. Él buscaba algo más, y ella debía
dárselo. La velada se extendió durante un par de horas en las que no fueron
molestados por nadie, sólo el barman acudía con regularidad a sustituir vasos
vacíos por vasos llenos, pero cuando el local empezó a acoger peregrinos de la
noche, atraídos por el fluorescente de neón, y la conversación se tornó pastosa,
producto del alcohol, Ignacio decidió que era el momento de retirarse.
El fresco aire del atardecer otoñal, que contrastaba con el
cagado ambiente del interior del local, les acompañó en su corto trayecto hacia
el lujoso deportivo, amenazando con aguarles el camino. Cuando Ignacio se sentó
al volante, una ligera lluvia empezó a descargar persistentemente.
Tras la marcha de su padre, Hugo permaneció varias horas
arrodillado frente al níveo mármol, rogando por su madre, pidiéndole a la
divinidad que se la devolviera, que le permitiera disfrutar de ella un solo
minuto más, un solo segundo más, pero sabía que nadie escuchaba las súplicas.
Finalmente se incorporó y, con el corazón encogido juró, como juraba todos los
años, venganza. Una fina llovizna comenzó a caer cuando Hugo pronunció su
promesa, como si el mismísimo cielo quisiera compartir el dolor del muchacho.
Tal y como había ocurrido el día del sepelio, las lágrimas
se mezclaron con las gotas de lluvia durante el largo camino a de regreso a casa.
A su espalda, a lo lejos, el cementerio permanecía oscuro y solitario, al
frente, en la distancia, tras la larga avenida, las luces del pueblo
destellaban a través de la fina cascada de lluvia. Hugo continuó andando en
silencio, sumido en sus propios pensamientos, recorriendo la distancia que lo
separaba de la casa que compartía con su padre y que no era su hogar desde
hacía justo trece años.
Ignacio estacionó el vehículo frente a su casa y apagó las luces. La muchacha esperó en el interior del coche a que él abriera la puerta, y cuando Ignacio le franqueó el paso, corrió bajo la lluvia hasta el interior de la casona. El hombre no esperó ni un instante más, ya había desperdiciado bastante tiempo hablando con la chica, ahora quería tomar lo que había ido a buscar desde un principio. Cuando la mujer atravesó la puerta, la rodeó con sus fuertes brazos y, sin darle tiempo a responder, junto sus labios con los de ella. La joven, docta en las artes del amor, sabía lo que se esperaba de ella, así que devolvió el beso con fingida pasión arrebolada.
Ignacio agarró a su joven acompañante con agresividad,
levantándola en el aire y cargándosela en el hombro. La muchacha gimoteó y
pataleó para hacer patente su total indefensión, consciente de que eso excitaba
a los hombres que disfrutaban dominando a sus amantes.
Ignacio atravesó el salón de la gran casa familiar con la
chica en el hombro, azotando su trasero con la palma de la mano mientras ella
protestaba. Aquello ya no le hacía tanta gracia a la joven, ahora sus lamentos
eran más sentidos, pues las palmadas del hombre eran propinadas con bastante
más fuerza de la estrictamente necesaria. Aún así, sabía que era parte del
trato, cuando una chica se iba con don Ignacio, volvía siempre magullada y
dolorida, pero con los bolsillos abultados.
El salón de la casa de los Idalgo parecía haberse quedado
estancado treinta años en el pasado. Un gran mueble color caoba presidía el
salón, ocupando la larga pared occidental. En sus armarios acristalados se
apilaban vajillas que quizá no se habían utilizado nunca, y cristalerías
cubiertas por el polvo. Pocas fotos o recuerdos decoraban los estantes
superiores, exceptuando algún deslustrado trofeo de caza. Las paredes, que no
parecían haberse repintado en años, lucían un tono grisáceo poco uniforme y tan
sólo eran decoradas por algunas cabezas de animales disecados, un oso, un
jabalí, un lince. Seguramente valiosas piezas de caza del cabeza de familia. Un
viejo sofá descolorido por el tiempo, situado frente al televisor, dividía en
dos la estancia, separando el espacio que debía ser más utilizado, de la zona
ocupada por la gran mesa alargada y de aspecto señorial, en la que seguramente
no comía nunca nadie. Entre el televisor y el sofá, se extendía una alfombra de
piel de oso que mostraba orgullosas cicatrices en forma de negras quemaduras
junto a la zona más cercana a la chimenea.
Ignacio dejó caer sin miramientos a la muchacha sobre la
piel del oso, sin intentar evitar que se hiciera daño al golpearse contra el
suelo. Afortunadamente la espesa pelambre del animal que adornaba el suelo
amortiguó la caída en parte, y Tatianna no sufrió daños que revistieran
gravedad. Tras tantos años de practicar sexo de forma anodina con miles de
hombres, Tatianna tenía serios problemas para excitarse, por lo que
experiencias poco habituales, normalmente, solía encender su libido amansada
por rutina. La agresividad del hombre comenzaba a excitarla, pues no era normal
que los clientes del club trataran a las chicas de forma tan ruda.
Tatianna estaba tumbada de espaldas sobre la cálida piel
cobriza, con la larga falda plegada hasta la mitad superior del muslo, las
rodillas dobladas apuntando al cielo y las piernas ligeramente entreabiertas, La
muchacha acarició su cuerpo con las manos, invitando al semental a que
disfrutara de ella como más quisiera. La mano izquierda se deslizó por la
cintura, recorriendo la cadera con la punta de los dedos, y bajando por el
muslo, para volver ascender una vez alcanzado el punto álgido de su camino.
Mientras tanto, con la derecha exploraba su propio cuello, recorriendo la
clavícula con las falanges y perdiéndose entre sus generosos senos para justo
después enredar los dedos con la grana de su brillante cabello.
Ignacio Idalgo contempló a la joven de tez pálida que desde
el suelo se le insinuaba. Con deliberada lentitud se arrodilló junto a ella y
acarició con la punta de los dedos su melena rubí, haciendo que ella retirar su
mano para dejarle hacer. Sí, aquello era lo que él quería. Había escogido a
aquella chica de entre todas por el gran parecido que guardaba con su esposa,
porque quería revivir el placer de ejercer el control sobre ella, porque quería
disfrutar, en el día que se conmemoraba su muerte, de poseer en cuerpo y alma
de nuevo a la mujer que había matado por ser suya. Tatianna no le pertenecía,
por lo menos no en la misma medida que le había pertenecido la madre de su
hijo, pero hoy pagaría por los servicios de la muchacha, y haría lo que le
placiera con ella durante ese tiempo. Contempló los grisáceos ojos de la
prostituta con cierto desagrado, pues hubiera preferido encontrar en ellos la
verdosa mirada de su esposa. El enfado por lo que consideró una falta de
acierto nació en el dorso de su mano, obligándole a alzarla para abofetear con
fuerza a la joven por tamaña insolencia. Tatianna gritó ante la agresión,
tomada por sorpresa. No había esperado aquel fuerte guantazo, y se había
mordido la cara interna del pómulo, notando casi de forma inmediata el metálico
sabor de la sangre entre sus labios. Casi de forma instintiva, la joven se
protegió con el brazo cuando vio al hombre volver a levantar el brazo con
intención de abofetearla de nuevo. Ignacio sonrió, pues los ojos de la chica,
aunque no habían cambiado de color, si comenzaban a traslucir el miedo con el que
su esposa le había mirado.
La muchacha retiró lentamente el brazo que le protegía el
rostro, consciente de que como castigo por aquella insumisión, el golpe que
recibiría sería más fuerte que el anterior. Respiró hondo y esperó a que el
hombre se sirviera de aquello que iba a pagar. No por esperada, la segunda
bofetada fue menos dolorosa y el aullido quejumbroso así lo demostró. Cuando el
hombre retiró la manos, ella aún notaba como los dedos de él le ardían en el
carrillo. Pero no protestó. Estaba decidida a aguantar las agresiones de la
forma más estoica posible, Ignacio sonrió ante la templanza de la muchacha y
decidió que por el momento era suficiente, ya que tampoco deseaba herirla en
demasía, pues no era su esposa, si no una de sus furcias.
Ignacio dirigió sus manos hacía los pechos de la mujer, y
los sobeteó con rudeza sobre la ropa, sin tener en cuenta el hecho de que la
muchacha pudiera o no disfrutar. Introdujo los dedos en la abertura de la
camisa, manteniendo la palma de la mano apuntando hacia el techo y con un
fuerte estiró arrancó todos los botones, desparramándolos por la superficie de
la peluda alfombra. La joven no dijo nada, ni protestó cuando el hombre soltó
con brusquedad el broche delantero del sujetador, ni cuando se lo quitó la fuerza,
obligándola a moverse con rapidez para que pasara por los brazos. Mientras
Ignacio se quitaba el grueso jersey por los hombros y la cabeza, Tatianna
aprovechó para retirar la parte del sostén que había quedado aprisionada bajo
su espalda y que se le clavaba de forma bastante dolorosa.
Ignacio se montó a horcajadas sobre las caderas de la joven,
aprisionando con sus piernas las de ella, mientras acariciaba con la punta de
sus dedos las mejillas de la muchacha, que al sentir el contacto sobre el pómulo
dolorido por la bofetada dio un respingo. Pero las caricias eran suaves,
demostrando que también había ternura en algún recoveco de aquella tormentosa
alma. Tatianna estiró los brazos y los pasó por la espalda del hombre,
atrayéndolo hacia sí y obligando a sus labios a juntarse en un ardiente beso.
La bella licenciosa y la bestia tortuosa se fundieron en un beso que de todo
tenía menos amor. Codicia y lujuria, dominio y negocio.
El hombre se apartó bruscamente de la joven y se puso en
pie, tendiéndole la mano para que ella se levantara con él. Cuando estuvieron
uno frente al otro, apartó los rojizos bucles que caían en cascada sobre los
hombros de la muchacha y que ocultaban de forma intermitente sus senos, que
permanecían firmes y dispuestos, presididos por dos grandes aureolas oscuras.
El deseo por aquellos pechos divinos creció en el interior del pantalón del
hombre, encendiendo todo su cuerpo, y haciendo que lanzara sus labios al ataque
de tan suculentas fortalezas. La meretriz gimió complacida cuando los labios de
su cliente se cerraron en torno al pezón de una de sus tetas, mientras que la
otra era pasionalmente acariciada. Los suspiros y jadeos, perfectamente
temporizados, producían el efecto deseado en el hombre, que atendiendo a sus
más bajas pasiones, poco a poco se fue calentando.
Los besos y magreos pectorales dieron paso a las caricias
corporales, pues las manos de ambos exploraban el torso del contrario, subiendo
por la espalda, bajando por el cuello, deteniéndose en la cintura, y
ascendiendo, de nuevo, hasta los senos. Pero el momento de los juegos había
pasado, Ignacio había alcanzado su límite, y era el momento de utilizar a
aquella mujer como si fuera su puta. Con mano diestra se quitó el cinturón de
los pantalones, desabrochando el botón y dejando que cayeran hasta sus
tobillos. Cuando lo hubo conseguido, quedando ya sólo en calzones, se dedicó a
recorrer las caderas de la muchacha a tientas, con las palmas de las manos,
hasta que dio con el cierre que estaba buscando, el cual libró la falda de la
joven, liberando las largas piernas de su fugaz cautiverio.
Tatianna ya sólo se protegía con las finas braguitas de
encaje negro, mientras que el miembro de Ignacio pugnaba por escapar de unos
ajustados boxers blancos. Lo único que se interponía entre sus cuerpos eran las
pieles de sus prendas más intimas. Tatianna bajó su mano y la introdujo entre
sus piernas, rozando con el dorso el erecto falo que se escondía entre las
telas de su amante. Ignacio ya había tenido bastante, y con un movimiento no falto
de brutalidad, agarro a la puta, arrastrándola en volandas hacia el sillón.
La chica se encontró de pronto y sin saber bien cómo,
arrodillada encima de los cojines del sofá, con las piernas entreabiertas y las
nalgas elevadas, con los brazos apoyados en el respaldo y la espalda arqueada.
Ignacio dejó caer los calzones y acercó su glande a la entrepierna de la chica,
apartando las braguitas y jugueteando con la entrada de su coño. Tatianna se
sentía lubricada y bastante más excitada de lo que era habitual en ella, hasta
el punto de sorprenderse a sí mismo deseando que aquel hombre la penetrara. Con
un pequeño espasmo bajó la cadera en busca del falo que anhelaba y fue
correspondida. Ignacio advirtió el gesto y decidió complacer a la puta,
embistiéndola con fuerza e introduciéndole la polla de un solo golpe, haciendo
a la joven suspirar como hacía tiempo que no lo hacía, con sinceridad.
Ignacio comenzó un rápido movimiento de vaivén, obteniendo
gemidos y suspiros mucho menos francos que el primero, pero si lo percibió, no
dio muestra de ello. Ella, por su parte, ya había perdido la mayor parte del
interés en la relación con su cliente, el preámbulo la había calentado, sí,
pero ahora ya, se había convertido en algo a lo que estaba acostumbrada, era el
momento por el que todos los hombres le pagaban. Continuó moviéndose al compás
que el hombre le marcaba mientras jadeaba entrecortadamente. Quizá por haberse
relajado no captó las intenciones del hombre que la penetraba, aunque tal vez
gracias a esa relajación el dolor fue menos, intenso, pues en verdad había algo
más que Ignacio deseaba. El hombre posó sus manos en las nalgas de la joven y
las separó sin dejar de cabalgarla. De forma súbita sacó su polla del coño de
la joven, y tal como la tenía, hinchada, palpitante y chorreando flujos
vaginales la introdujo de golpe en el ano de la chica. Tatianna grito
angustiada al sentir como las entrañas se le desgarraban. Desprevenida como se
hallaba, sin haber lubricado ni dilatado el orificio rectal, la embestida brutal
le dolió terriblemente.
-¡No, no, por favor, para, no! –Suplicó la muchacha entre
lágrimas-. Por favor, por ahí no.
Pero el hombre, satisfecho, no cesó en sus acometidas. Una y
otra vez avanzaba y retrocedía, haciendo que la joven gritara desconsolada, con
los ojos anegados en lágrimas. Una y otra vez ella intentaba retorcerse bajo
sus envites, pero él la guiaba con una mano en la cadera mientras que con la
otra, enredada entre sus cabellos carmesíes la obligaba a permanecer postrada
en el sofá.
Hugo, calado hasta los huesos tras la larga caminata desde
el cementerio, entró en la casa, agradecido por la protección contra la lluvia
que el techo de le proporcionó. Cuando cerro la puerta tras de sí, escuchó los
gemidos de una mujer tras la pared del salón y se quedó paralizado por el
miedo. ¿Quién podría ser? ¿Sería posible que su padre estuviera follando con
una mujer en el salón de la casa? Hugo se dio la vuelta con sigilo con la
intención de irse por donde había venido, consciente de que si su padre lo
descubría espiándolo, su castigo sería brutal, y justo entonces oyó como la
mujer gritó, rota de dolor. Hugo no pudo contener la curiosidad y se asomó a
través de la puerta abierta que conectaba el pasillo de entrada con la gran
sala comunal.
El corazón le dio un vuelco, y quedó paralizado por el
miedo, por la rabia y por el dolor. La imagen que Hugo contempló no podía ser
más descabellada, su madre, la mujer más maravillosa del mundo, a la que más
había amado en todos los sentidos, junto a cuya tumba había estado llorando
toda la tarde, estaba frente a él, sobre el sofá, con lágrimas en los ojos, siendo
sodomizada por su padre, aquel que se la había arrebatado. Hugo nunca supo
cuanto tiempo permaneció allí, escuchando los lloros, los gritos y las suplicas
de la joven que creía su madre, pero finalmente reaccionó.
-¡No volverás ha hacerle daño! –gritó Hugo entrando a la
carrera en el salón-. ¡Maldito hijo de puta, no te atrevas a tocarla!
Ignacio se sorprendió notablemente cuando vio a su hijo
entrar en el salón hecho una furia, con las ropas empapadas y gritando
incoherencias. No tuvo demasiado tiempo para racionalizar lo que estaba
sucediendo, pues el muchacho se abalanzó sobre él y descargo toda su fuerza en
un puñetazo que le impactó de lleno en la mandíbula. La mujer no entendía nada,
un joven y rabioso había entrado en la sala y acababa de golpear con furia al
hombre que le estaba penetrando analmente con brutalidad.
Ignacio se tambaleó hacia atrás por la fuerza del impacto, mientras la joven, liberada de su tormento, se daba la vuelta, encogiéndose en una esquina del sofá agarrándose las piernas con los brazos y enterrando su cabeza entre ellas.
Ignacio se tambaleó hacia atrás por la fuerza del impacto, mientras la joven, liberada de su tormento, se daba la vuelta, encogiéndose en una esquina del sofá agarrándose las piernas con los brazos y enterrando su cabeza entre ellas.
-¡Maldito bastardo cabrón! –Rugió Ignacio llevándose la mano
al pómulo magullado-. ¿Pero quién te has creído que eres? Maldito ingrato. Te
doy un techo donde vivir, te doy un plato de comida caliente en la mesa y ropa
limpia con la que vestirte. ¿Y así es como me lo pagas?
-No… no volverás a hacerle daño –replicó Hugo con los ojos
vidriosos y la determinación de quien sabe que ya todo está perdido.
-Maldito estúpido. ¿Crees que ella es tu madre? –Preguntó
Ignacio, desnudo, de pie frente a su hijo y con una sonrisa socarrona en los
labios-. No es más que una vulgar fulana que me he traído para divertirme a su
costa, para recordar como era follarme a esa puta que tenías por madre.
-No… digas eso de ella –el agua de lluvia goteaba formando
un charco a los pies del joven que apretaba iracundo los puños-. No te atrevas
a llamar puta a mi madre.
-Tu madre era una puta, y tú más que nadie deberías saberlo,
pues eras el primero que te la follabas –la voz del hombre traslucía una furia
capaz de cortar el mismo aire-. ¿Piensas que tú eras el único? Se follaba a
todos los hombres que encontraba. Era una puta, una mala puta, y murió como la
puta que era, asesinada a manos de su hijo. Porque tú la mataste, ¿o tampoco te
acuerdas de eso?
-Basta –gritó el joven.
-¿Y qué vas a hacer, matarme? ¿Cómo la mataste a ella?-
Ignacio soltó una carcajada que consiguió que a Tatianna, que seguía sollozando
en un rincón, se le erizaran el vello de la nuca.
Con un rugido de pura rabia, Hugo se abalanzó contra su
padre, con la intención de golpearlo nuevamente. Pero Ignacio ya estaba
prevenido, y no pensaba permitir que su hijo volviera a lastimarle. Tatianna
contuvo la respiración mientras el joven se acercaba a su padre, y expiró
consternada al ver como este se apartaba al paso del muchacho y le incrustaba
el puño en las costillas. En ese momento decidió que ya había tenido suficiente
y, levantándose del sofá, corrió hacia la puerta de entrada, se puso el abrigo
a todo correr y salió a la calle sin pararse siquiera a cerrar la puerta.
Hugo se tambaleó tras el fuerte golpe que su padre le había
propinado, pero no pensaba rendirse tan fácilmente. Sabía que ya no había
vuelta atrás. Si no mataba a su padre, sería su padre el que lo mataría a él,
por lo que no había más opción que darse la vuelta y volver a encararse con su
verdugo. Hugo contempló durante unos segundos la mueca de desprecio que se
reflejaba en el rostro del hombre, y supo que lo tenía todo perdido. Su padre
casi le doblaba la edad, cerca de la cincuentena, pero aún así era un hombre
fuerte y con mucha habilidad. Seguramente él tenía más fuerza, pero no tenía,
ni por asomo, la técnica del hombre mayor. En ese momento supo que su única
opción residía en esa furia amarga que lo atenazaba, comprendió que la única
forma de vencer al hombre que había matado a su amada madre, la única
posibilidad que tenía de vengarla era permitir que la rabia que sentía tomara
el control, que toda su cólera cayera sobre su padre y así, sobrepasar técnica
y táctica para vencerle.
Hugo cargó con todas sus fuerzas contra su padre,
abalanzándose sobre él, que al no esperar un ataque tan repentino cayó al suelo
bajo el peso del muchacho. Padre e hijo se fundieron en una rueda mortal, dando
vueltas abrazados en el suelo, mientras se propinaban golpes y puñetazos desde
los riñones hasta la cabeza. Ignacio rodeó la garganta de su hijo con sus manos
y comenzó a presionar con fuerza sobrehumana mientras el muchacho intentaba
hacer lo mismo con el cuello de su padre. Pero el hombre apretaba con mucha
fuerza, mientras el joven no conseguía agarrar bien a su rival. Hugo notó como
el pecho comenzaba a arderle por la falta de aire, y sintió como la cabeza se
le congestionaba. Soltó a su padre y se llevó las manos a la garganta,
intentando liberarse de la mortal presa que sobre él ejercía, pero era inútil.
Las fuerzas le abandonaban lentamente, y sus desesperadas bocanadas no
conseguían nada. Hugo sintió como los parpados le pesaban, y finalmente,
rindiéndose, cerro los ojos dispuesto a reunirse con su madre.
Cuando abrió los ojos, Hugo respiró profundamente mientras
se llevaba la mano al cuello magullado, acariciando la zona dolorida. Se
incorporó apoyando las manos en la alfombra de pieles y descubrió a su lado, el
cuerpo inerte de su padre, que sangraba profusamente por una herida en la
cabeza.
-Lo he matado, lo he matado, lo he matado. –Acurrucada en una
esquina de la sala, vestida únicamente con un abrigo y unas finas bragas de
encaje negro, Tatianna lloraba amargamente mientras repetía una y otra vez la
misma frase con un marcado acento ucraniano-: Lo he matado, lo he matado.
Hugo se puso en pie y se acercó lentamente a donde estaba la
muchacha, que dio un respingo al percatarse que él la rodeaba con sus brazos.
-No pasa nada –susurró Hugo besando a la chica que tanto se
parecía a la mujer que había amado, mientras la besaba tiernamente en la mejilla-.
Yo cuidaré de ti, no te pasará nada.
-¿Pero no lo comprendes? –Contestó la joven angustiada-. Le
he matado, ahora iré a la cárcel, o peor, me devolverán a mi país.
-Yo me encargaré de que no te pase nada, pero dime. ¿Qué has
hecho? ¿Cómo le has matado? Si quieres que te ayude debes contármelo.
-Salí corriendo –gimoteó la meretriz-. Me puse el abrigo y
me fui, no me importaba nada, pero cuando llegué a la calle pensé que te iba a matar
y no sé por qué, quise evitarlo. No sé en que pensaba, me tenía que haber ido…
-No, tranquila –Hugo limpió con ternura las lágrimas de la
muchacha, tras todo lo que había pasado se sentía extrañamente en paz, el
monstruo de su padre ya no volvería a hacerle daño a nadie-. Ahora ya ha pasado
todo. ¿Entraste de nuevo?
-Estabais los dos en el suelo, el te estaba apretando el
cuello, tú cerraste los ojos, te iba a matar, así que agarre el atizador de la
chimenea y le golpeé con todas mis fuerzas –la joven lo señaló tímidamente con
la mano el hierro con restos de sangre que estaba tirado en la otra punta del
salón, como si alguien lo hubiera lanzado-. No sabía si te había matado a ti
también, porque no te movías y no sabía qué hacer.
-No te preocupes, no dejaré que nadie te haga daño. Yo me
ocuparé de todo.
-¿Qué vas a hacer?
-Déjamelo a mí Ahora es el momento de buscar justicia.
El amor es cruel mi querido, queridísimo Silvade.
ResponderEliminar¿Cómo están tus musas? Se vinieron para acá a tomarse las vacaciones. El calor invita, no se las puede culpar.
Espero que pronto termines la serie.
Besote enorme
P.D.: hace ya unos días que terminé de leer un libro de John Katzenbach... me recordó a ti. Espero que te encuentres muy bien.